
Qué es la fe
Un reconocido equilibrista anunció que pasaría de un rascacielos a otro en Manhattan caminando sobre una cuerda floja. Llegó el día y se congregó una inmensa multitud. Antes de subir, el equilibrista agradeció a los presentes y les preguntó si creían que podría hacerlo. Casi todos alzaron la mano. Subió a la azotea del rascacielos y empezó el espectáculo. Fue avanzando con mucha cautela sobre una bamboleante cuerda a esas alturas, mientras la multitud abajo contenía el aliento. Al llegar al segundo rascacielos, resonó un gran aplauso. Bajó y les dijo que pasaría de nuevo, pero con los ojos vendados. “¿Creen que puedo hacerlo?” –preguntó–. Sólo la mitad alzó la mano. Era demasiado riesgo. Subió de todos modos, se vendó los ojos y avanzó sobre la cuerda, más despacio y cauteloso. Hubo quien prefirió no mirar. Al alcanzar la otra azotea, nuevo gritos y aplausos inundaron la esquina. El equilibrista anunció que pasaría por última vez, pero ahora lo haría con los ojos vendados y llevando una carretilla. “¿Creen que puedo hacerlo”? –preguntó–. “Pero el que alce la mano tendrá que montarse en la carretilla”.
En cierto modo, eso es la fe. Creer es un acto de abandono, de confianza plena en Aquel que lleva nuestra vida a veces por alturas y sobre precipicios nada confortables. Los apóstoles, conscientes de la dificultad, suplicaron a Jesús: “¡Auméntanos la fe!”.
La sociedad de la desconfianza
La súplica es muy actual. La fe atraviesa hoy una profunda crisis. Las encuestas hablan, en general, de una pérdida generalizada de la fe y de la confianza –que es como la “fe aplicada”–. Vivimos en “la sociedad de la desconfianza”. Tantos abusos y decepciones, tantas heridas y desengaños han minado la fe de mucha gente. “La burra no era arisca”, dice el refrán popular.
Dos actitudes insuficientes de fe
Yo percibo dos actitudes insuficientes entre los que tienen fe. Unos profesan una “fe resolutiva”, casi mágica. Se hacen de un sinnúmero de “recetas piadosas”, según el tipo y la magnitud de cada problema: “tres Avemarías, dos novenas, un padrenuestro y la reliquia de no sé qué santo, ¡y ya está!”.
Otros profesan una fe demasiado “trascendente”, que está más allá de la vida real y sus problemas. Oran poco y se fían más de sus recursos propios para resolver la vida. Prefieren medidas de control y seguridad que “confiar en Dios”.
La fe providente
Finalmente están los que viven una fe “providente”, que ilumina, aunque no siempre resuelve la vida diaria. Aun sin entender cómo, saben que Dios está presente y actúa a su modo. Tienen una fe confiada, serena, optimista, aunque también realista. Saben que la luz de la fe ilumina toda la existencia, pero no por ello descifra todos los enigmas que ella encierra. Ven la fe como una partitura. Aunque las notas del intervalo que les corresponde interpretar hoy puedan parecer “disonantes”, saben bien que en el conjunto de la sinfonía, no hay notas sin valor o fuera de rango. Éste es el tipo de fe que conviene pedir con insistencia.
¡Auméntanos la fe!
Y ésta, me parece, sería la súplica a Jesús actualizada a nuestra realidad: “Cuando ocurre exactamente lo contrario de lo que esperábamos, ¡auméntanos la fe!; cuando tenemos miedo al futuro, ¡auméntanos la fe!; cuando no entendemos tus planes, ¡auméntanos la fe!; cuando la inseguridad o la incertidumbre nos carcome el corazón, ¡auméntanos la fe!; cuando dudamos de la Iglesia, de su historia, de sus ministros, ¡auméntanos la fe!; cuando un amigo nos defrauda, ¡auméntanos la fe!; cuando las tentaciones ponen a prueba nuestra fidelidad, ¡auméntanos la fe!”.
El Padre siempre es digno de fe
Nadie alzó la mano ante la última propuesta del equilibrista; sólo una niña pequeña, de seis años, se abrió paso entre la multitud, gritando: “¡Yo sí, yo sí!”. Era su hija. Y, tratándose de su padre, fe no le faltaba.
María Santísima nos dé este corazón de niños, de hijos “seguros de su Padre”. Como Ella misma se dejó caer en la “carretilla de Dios” desde la Anunciación hasta el Calvario y la Resurrección.
Un reconocido equilibrista anunció que pasaría de un rascacielos a otro en Manhattan caminando sobre una cuerda floja. Llegó el día y se congregó una inmensa multitud. Antes de subir, el equilibrista agradeció a los presentes y les preguntó si creían que podría hacerlo. Casi todos alzaron la mano. Subió a la azotea del rascacielos y empezó el espectáculo. Fue avanzando con mucha cautela sobre una bamboleante cuerda a esas alturas, mientras la multitud abajo contenía el aliento. Al llegar al segundo rascacielos, resonó un gran aplauso. Bajó y les dijo que pasaría de nuevo, pero con los ojos vendados. “¿Creen que puedo hacerlo?” –preguntó–. Sólo la mitad alzó la mano. Era demasiado riesgo. Subió de todos modos, se vendó los ojos y avanzó sobre la cuerda, más despacio y cauteloso. Hubo quien prefirió no mirar. Al alcanzar la otra azotea, nuevo gritos y aplausos inundaron la esquina. El equilibrista anunció que pasaría por última vez, pero ahora lo haría con los ojos vendados y llevando una carretilla. “¿Creen que puedo hacerlo”? –preguntó–. “Pero el que alce la mano tendrá que montarse en la carretilla”.
En cierto modo, eso es la fe. Creer es un acto de abandono, de confianza plena en Aquel que lleva nuestra vida a veces por alturas y sobre precipicios nada confortables. Los apóstoles, conscientes de la dificultad, suplicaron a Jesús: “¡Auméntanos la fe!”.
La sociedad de la desconfianza
La súplica es muy actual. La fe atraviesa hoy una profunda crisis. Las encuestas hablan, en general, de una pérdida generalizada de la fe y de la confianza –que es como la “fe aplicada”–. Vivimos en “la sociedad de la desconfianza”. Tantos abusos y decepciones, tantas heridas y desengaños han minado la fe de mucha gente. “La burra no era arisca”, dice el refrán popular.
Dos actitudes insuficientes de fe
Yo percibo dos actitudes insuficientes entre los que tienen fe. Unos profesan una “fe resolutiva”, casi mágica. Se hacen de un sinnúmero de “recetas piadosas”, según el tipo y la magnitud de cada problema: “tres Avemarías, dos novenas, un padrenuestro y la reliquia de no sé qué santo, ¡y ya está!”.
Otros profesan una fe demasiado “trascendente”, que está más allá de la vida real y sus problemas. Oran poco y se fían más de sus recursos propios para resolver la vida. Prefieren medidas de control y seguridad que “confiar en Dios”.
La fe providente
Finalmente están los que viven una fe “providente”, que ilumina, aunque no siempre resuelve la vida diaria. Aun sin entender cómo, saben que Dios está presente y actúa a su modo. Tienen una fe confiada, serena, optimista, aunque también realista. Saben que la luz de la fe ilumina toda la existencia, pero no por ello descifra todos los enigmas que ella encierra. Ven la fe como una partitura. Aunque las notas del intervalo que les corresponde interpretar hoy puedan parecer “disonantes”, saben bien que en el conjunto de la sinfonía, no hay notas sin valor o fuera de rango. Éste es el tipo de fe que conviene pedir con insistencia.
¡Auméntanos la fe!
Y ésta, me parece, sería la súplica a Jesús actualizada a nuestra realidad: “Cuando ocurre exactamente lo contrario de lo que esperábamos, ¡auméntanos la fe!; cuando tenemos miedo al futuro, ¡auméntanos la fe!; cuando no entendemos tus planes, ¡auméntanos la fe!; cuando la inseguridad o la incertidumbre nos carcome el corazón, ¡auméntanos la fe!; cuando dudamos de la Iglesia, de su historia, de sus ministros, ¡auméntanos la fe!; cuando un amigo nos defrauda, ¡auméntanos la fe!; cuando las tentaciones ponen a prueba nuestra fidelidad, ¡auméntanos la fe!”.
El Padre siempre es digno de fe
Nadie alzó la mano ante la última propuesta del equilibrista; sólo una niña pequeña, de seis años, se abrió paso entre la multitud, gritando: “¡Yo sí, yo sí!”. Era su hija. Y, tratándose de su padre, fe no le faltaba.
María Santísima nos dé este corazón de niños, de hijos “seguros de su Padre”. Como Ella misma se dejó caer en la “carretilla de Dios” desde la Anunciación hasta el Calvario y la Resurrección.