
¿Por qué Dios no escucha?
Al cielo llegan muchas peticiones. Algunas dramáticas. Pero parece que no todas reciben respuesta. No hace mucho una dependiente en cierta tienda departamental, al verme entrar de sacerdote, me abordó y espetó de frente: “¿Por qué Dios no escucha?”. Su hija estaba hospitalizada, y por más que ella pedía, la niña iba de mal en peor.
El misterio de la oración
La oración es un misterio; y la respuesta de Dios, aún más. Ciertas claves de la oración, sin embargo, sí podemos entenderlas. Jesús utilizó algunas parábolas para mostrárnoslas. En una de ellas habló de una viuda que exigía insistentemente al juez: “Hazme justicia frente a mi adversario” (Lc 18, 3). Lucas introduce la parábola con un preámbulo: “Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer” (Lc 18, 1). La primera clave de la oración es la constancia; o, más claro, la insistencia.
¿Quién es el adversario?
La parábola ofrece, no obstante, una segunda clave, que quizá toca más el misterio de la oración. La viuda pide “justicia frente a su adversario”. En todo juicio hay un momento en el que la víctima debe señalar ante el juez a su victimario. Y es cuando Dios desestima ciertas oraciones: se equivocan de “adversario”. Solemos señalar ante Dios como adversarios las enfermedades, los accidentes, las dificultades matrimoniales, los retos académicos o profesionales, las crisis económicas, los desastres naturales; en una palabra: las adversidades. Y parece que Dios “no nos escucha”.
Dos tipos de oración
Para san Agustín hay dos tipos de oración: la carnal y la espiritual. La oración carnal es la que se inspira en consideraciones y deseos puramente humanos. A este tipo de oración se refiere san Pablo cuando escribe: “Nosotros no sabemos pedir como nos conviene” (Rm 8, 26). Dios sabe mucho mejor que nosotros lo que nos conviene, lo que nos hará un mayor bien. San Pablo lo explica dos versículos más adelante: “en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8, 28). Es el fundamento de la oración espiritual.
El verdadero adversario
Muy rara vez –no sé si decir “nunca”– nuestro adversario es una circunstancia –interna o externa– por terrible que sea. El verdadero adversario es nuestro “ego inmaduro” que se frustra por no poder controlarlo todo; es nuestro “ego ingenuo” que no acaba de aceptar que la vida lo sobrepasa; es nuestro “ego susceptible”, que sobredimensiona las contrariedades que los demás le provocan. Bien lo dijo un empresario colombiano: “El ego es como la velocidad: agrava todos los accidentes”. No faltan quienes, tras un accidente, enfermedad o descalabro financiero, dicen que es lo mejor que les ha sucedido –sin negar lo que les ha costado–. El novelista Paul Guth lo resumió así: “A veces, nuestra buena suerte ha sido tener mala suerte”.
Un nuevo estilo de orar
Con esto en mente, quizá debamos cambiar nuestro “estilo de orar”. No pedir que no haya problemas, sino serenidad y constancia para resolverlos; no pedir que nadie nos lastime, sino mansedumbre para perdonar y sabiduría para aceptar a cada uno como es; no pedir que no vengan enfermedades, sino buen ánimo para sobrellevarlas; no pedir que no tengamos amenazas, sino confianza y sensatez para afrontarlas; no pedir que no haya tentaciones, sino prudencia para evitarlas y fortaleza para resistirlas. En resumen, la oración espiritual suele pedir que la adversidad ya no sea nuestro adversario; y que por la fe, la confianza y el amor abramos las compuertas al caudal de bien que Dios quiere realizar en cada uno y en todos gracias a las circunstancias, favorables o no.
Sí, pidamos a Dios que nos haga justicia frente a nuestro adversario. Pidámosle que encarcele nuestro ego y lo encadene en el último calabozo. Entonces podremos andar por la vida con más libertad y menos miedo.
María, Madre de la misión de la Iglesia
María es la Madre de la misión de la Iglesia. Por eso ora, y tanto. Me encantan las imágenes de María con las manos juntas dirigidas al cielo. Son reflejo de la oración de María, que no cesa de pedir que el mundo, la humanidad, descubra y venza con la ayuda de la gracia a sus verdaderos adversarios.
Al cielo llegan muchas peticiones. Algunas dramáticas. Pero parece que no todas reciben respuesta. No hace mucho una dependiente en cierta tienda departamental, al verme entrar de sacerdote, me abordó y espetó de frente: “¿Por qué Dios no escucha?”. Su hija estaba hospitalizada, y por más que ella pedía, la niña iba de mal en peor.
El misterio de la oración
La oración es un misterio; y la respuesta de Dios, aún más. Ciertas claves de la oración, sin embargo, sí podemos entenderlas. Jesús utilizó algunas parábolas para mostrárnoslas. En una de ellas habló de una viuda que exigía insistentemente al juez: “Hazme justicia frente a mi adversario” (Lc 18, 3). Lucas introduce la parábola con un preámbulo: “Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer” (Lc 18, 1). La primera clave de la oración es la constancia; o, más claro, la insistencia.
¿Quién es el adversario?
La parábola ofrece, no obstante, una segunda clave, que quizá toca más el misterio de la oración. La viuda pide “justicia frente a su adversario”. En todo juicio hay un momento en el que la víctima debe señalar ante el juez a su victimario. Y es cuando Dios desestima ciertas oraciones: se equivocan de “adversario”. Solemos señalar ante Dios como adversarios las enfermedades, los accidentes, las dificultades matrimoniales, los retos académicos o profesionales, las crisis económicas, los desastres naturales; en una palabra: las adversidades. Y parece que Dios “no nos escucha”.
Dos tipos de oración
Para san Agustín hay dos tipos de oración: la carnal y la espiritual. La oración carnal es la que se inspira en consideraciones y deseos puramente humanos. A este tipo de oración se refiere san Pablo cuando escribe: “Nosotros no sabemos pedir como nos conviene” (Rm 8, 26). Dios sabe mucho mejor que nosotros lo que nos conviene, lo que nos hará un mayor bien. San Pablo lo explica dos versículos más adelante: “en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8, 28). Es el fundamento de la oración espiritual.
El verdadero adversario
Muy rara vez –no sé si decir “nunca”– nuestro adversario es una circunstancia –interna o externa– por terrible que sea. El verdadero adversario es nuestro “ego inmaduro” que se frustra por no poder controlarlo todo; es nuestro “ego ingenuo” que no acaba de aceptar que la vida lo sobrepasa; es nuestro “ego susceptible”, que sobredimensiona las contrariedades que los demás le provocan. Bien lo dijo un empresario colombiano: “El ego es como la velocidad: agrava todos los accidentes”. No faltan quienes, tras un accidente, enfermedad o descalabro financiero, dicen que es lo mejor que les ha sucedido –sin negar lo que les ha costado–. El novelista Paul Guth lo resumió así: “A veces, nuestra buena suerte ha sido tener mala suerte”.
Un nuevo estilo de orar
Con esto en mente, quizá debamos cambiar nuestro “estilo de orar”. No pedir que no haya problemas, sino serenidad y constancia para resolverlos; no pedir que nadie nos lastime, sino mansedumbre para perdonar y sabiduría para aceptar a cada uno como es; no pedir que no vengan enfermedades, sino buen ánimo para sobrellevarlas; no pedir que no tengamos amenazas, sino confianza y sensatez para afrontarlas; no pedir que no haya tentaciones, sino prudencia para evitarlas y fortaleza para resistirlas. En resumen, la oración espiritual suele pedir que la adversidad ya no sea nuestro adversario; y que por la fe, la confianza y el amor abramos las compuertas al caudal de bien que Dios quiere realizar en cada uno y en todos gracias a las circunstancias, favorables o no.
Sí, pidamos a Dios que nos haga justicia frente a nuestro adversario. Pidámosle que encarcele nuestro ego y lo encadene en el último calabozo. Entonces podremos andar por la vida con más libertad y menos miedo.
María, Madre de la misión de la Iglesia
María es la Madre de la misión de la Iglesia. Por eso ora, y tanto. Me encantan las imágenes de María con las manos juntas dirigidas al cielo. Son reflejo de la oración de María, que no cesa de pedir que el mundo, la humanidad, descubra y venza con la ayuda de la gracia a sus verdaderos adversarios.