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PARA VIVIR EN SERIO

11/17/2013

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¿Consejos divinos?


No hace mucho circuló por la red este texto. Según el contenido, sería el mismísimo Dios quien habla. Decía: “Esta vida no es una prueba, ni un escalón, ni un paso en el camino, ni un ensayo, ni un preludio hacia el paraíso. Esta vida es lo único que hay aquí y ahora y lo único que necesitas. Te he hecho absolutamente libre. No hay premios ni castigos. No hay pecados ni virtudes. Nadie lleva un marcador, nadie lleva un registro. No te podría decir si hay algo después de esta vida pero te puedo dar un consejo: vive como si no lo hubiera; como si ésta fuera tu única oportunidad de disfrutar, de amar, de existir. Así, si no hay nada, habrás disfrutado de la oportunidad que te di. Y si lo hay, ten por seguro que no te voy a preguntar si te portaste bien o mal. Te voy a preguntar: ¿Te gustó?  ¿Te divertiste? ¿Qué fue lo que más disfrutaste? ¿Qué aprendiste? Yo te hice. Yo te llené de pasiones y limitaciones; de  placeres, sentimientos y necesidades; de incoherencias y libre albedrío ¿Cómo podría culparte si respondes a algo que yo puse en ti? ¿Cómo podría castigarte por ser como eres, si yo soy el que te hice? ¿Crees que podría yo crear un lugar para quemar a todos mis hijos que se porten mal por el resto de la eternidad? Olvídate de mandamientos y de leyes; son artimañas para manipularte, para controlarte, que sólo crean culpa en ti”.



Por qué no es lo mismo


Quizá muchos simpaticen con el texto. De hecho, no carece de verdad. Dios sabe muy bien de qué pasta nos hizo y no se escandaliza de nuestros pecados. Por el contrario, según la Biblia, nos tiene paciencia y comprensión en abundancia. Y ciertamente nos quiere felices, ya desde esta vida. Pero afirmar que no hay pecados ni virtudes, ni marcadores ni registros, ni premios ni castigos, ni juicio ni cielo ni infierno, no sólo contradice la Biblia, también un innato sentido de justicia y seriedad existencial.



La conciencia: testigo insobornable


Quizá no sea Dios quien lleve el registro. La relación de virtudes y vicios la va tatuando cada uno en su conciencia. El juicio final no hará más que mostrar ese tatuaje moral delineado minuciosamente por nuestras decisiones libres. Porque la moralidad, antes que en un tribunal externo, tiene su sede en el sagrario interior de la conciencia. Ahí toman seriedad nuestras decisiones. Ahí percibimos, ante un testigo insobornable, que sí hay diferencia entre ser bueno o malo, entre ser virtuoso o vicioso, entre ser generoso o egoísta, entre ser justo o injusto. La conciencia moral es mucho más que un cálculo mental. En moralidad no es propio hablar de aciertos y errores sino de bondades y maldades.



Nuestra esencia es exigente


Cuando leo textos como el citado arriba me viene siempre la idea de que el hombre se confunde cuando piensa que para vivir en serio habría que optar por una vida sin seriedad. Pero eso es tanto como apostar por una vida humana sin humanidad. La moralidad es exigente porque nuestra condición humana lo es; porque nuestro crecimiento interior lo es; porque, en definitiva, nuestra felicidad lo es. La moralidad jamás será una exigencia inhumana. ¿Cómo podría serlo si es ella la piedra de toque de nuestra humanización? Son más bien las existencias superficiales, banales, evasivas, inmorales, las que no llevan a ningún lugar verdaderamente humano.



Para vivir en serio


La Iglesia Católica dedica los últimos días del año litúrgico a meditar en los novísimos; es decir, en las realidades que trascienden esta vida terrena: muerte, juicio, cielo, infierno, etc. Al hacerlo, no ignora la resistencia de ciertas mentalidades actuales. Pero no por ello renuncia a su enseñanza. Ella es experta en humanidad. Y sabe que la verdad y la belleza caminan juntas. Por eso no deja de predicar la seriedad de la vida; de otro modo no podríamos vivir en serio.



María, una madre exigente


María es la más dulce de las madres. No por eso es menos exigente. Porque nos ama, nos quiere cada vez más realizados, más plenos, más “humanos”. Ella nos alcance la gracia de parecernos cada vez más a su Hijo, Jesús, meta suprema de todo crecimiento humano.

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