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LA BÚSQUEDA

9/15/2013

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La religión de la misericordia

Hay sustantivos que en el léxico cristiano destacan por su indiscutible riqueza significativa. Uno de ellos es la palabra “misericordia”. Sin ella no se entiende el cristianismo. Podría decirse, en cierto modo, que el cristianismo es “la religión de la misericordia”. De inicio a fin, el símbolo más importante de la fe –el Credo– proclama la misericordia de Dios desde la creación, que nos sacó de la miseria absoluta de la nada, hasta la consumación de nuestra vida en la gloria del cielo, que será el acto final y definitivo de su misericordia.

La misericordia es búsqueda

La misericordia divina es el alma de tantas expresiones bíblicas que definen la actitud de Dios frente al hombre, como fidelidad, amor entrañable, compasión, comprensión, recuerdo, perdón. A mí, en lo personal, una de las que más me apasiona es la que se expresa en forma de búsqueda. Este tipo de misericordia, me parece, es la esencia de las parábolas de Jesús sobre la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo –que también pudiera llamarse, “el hijo perdido”–. En los tres casos, alguien ha perdido algo valioso, lo busca tenaz y pacientemente, y cuando lo encuentra se alegra y lo celebra haciendo fiesta.

El hombre de hoy necesita recordar que es siempre “alguien buscado”. Como aquel niño perdido en una feria abarrotada de gente. Cuando un guardia se topó con él y le preguntó: “¿Estás perdido?”, el niño le respondió: “No estoy perdido; estoy siendo buscado”. En su corazón sabía que alguien lo buscaba, y no sin angustia.

Dios busca al hombre

Las primeras palabras de Dios después del primer pecado del hombre fueron: “¿Dónde estás?”. Así empezó una larga búsqueda de siglos y milenios tras las huellas de cada ser humano. Jesús es su momento culminante. Él es “la búsqueda de Dios hecha carne”. Es Dios que viene al mundo para buscar personalmente a cada hombre y mujer, hasta encontrarlo.

Dios es Amor y el Amor siempre busca. Dios es un buscador nato. Según las tres parábolas, Dios nos busca con interés, con esmero, con tenacidad. Nunca da por perdido a nadie. Porque en su corazón de Padre tiene la certeza de que todo ser humano, sin importar su “grado de perdición”, puede siempre ser encontrado. Quizá lo único que Dios necesita es que ese hombre “se deje” encontrar.

El preludio de una fiesta

Muchos, sobre todo en países que perdieron sus raíces cristianas, para explicar su credo y religión se autodefinen “buscadores”. Hermosa palabra. Ojalá lo sean. En cualquier caso, más que “buscadores”, son ellos los “buscados” por un Amor que no cejará hasta encontrarlos. Él busca a todos: a los santos, a los no tan santos, a los esporádicos, a los indiferentes, a los renegados y a los ateos. Fue el caso del escritor francés André Frossard, autor del libro Dios existe, yo me lo encontré. De padre comunista, vivió en el único pueblo de Francia que no tenía iglesia. Fue educado en el más puro ateísmo. Creció sin la menor curiosidad por la religión. Así narró su conversión: “Habiendo entrado a las cinco y diez de la tarde en la capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra… arrollado por la ola de una alegría inagotable”. Tenía veinte años. Su padre pensó que había enloquecido y lo llevó a un psiquiatra. “Una patología pasajera”, dijo el doctor. En realidad, era el efecto de la gracia. Muchos años después, Frossard escribirá: “Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios”.

La experiencia de haber sido encontrado por Dios abre a todo ser humano un horizonte luminoso y lleno de esperanza. Pues aunque se pierda de nuevo y sus días discurran a través de laberintos aparentemente indescifrables, tendrá siempre la certeza de estar siendo buscado, de estar en el preludio de una fiesta.

María, Madre de misericordia

No hay madre que no se angustie con un hijo perdido. María es la Madre de todos los perdidos; de todos los que no encuentran el camino verdadero, que es Cristo. A Ella nos confiamos todos para que le hagamos un poco menos difícil la búsqueda a su Hijo.

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AMOR CRISTIANO

9/9/2013

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Una experiencia de infancia

Después de la comida mi mamá solía sentarse en el banco del piano para apapachar al que se dejara. Éramos cinco hermanos, todos varones. Estando una vez de turno en su regazo, y tras enjundiosos besos y caricias de su parte –tendría yo cinco años–, le pregunté: “Mamá, ¿a quién quieres más: a Dios o a mí?”. No titubeó: “Ay hijito, ¡pues a Dios!”. Me aclaró así para siempre quién es quién en los amores, si de anteponer se trata.

El lenguaje radical de Jesús

Jesús se volteó y les dijo: “Si alguno viene a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 26). Las palabras de Jesús cayeron como un balde de agua helada sobre la multitud que lo seguía. No era la primera vez que Jesús hablaba en términos tan drásticos. En otra ocasión, el evangelista da cuenta del comentario general que suscitaron sus palabras: “Duro es este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?” (Jn 6, 60). En cualquier caso, el recurso de Jesús a ese lenguaje que los expertos llaman “hiperbólico” tiene una intencionalidad: enseñarnos una verdad relevante, vital.

La primacía del amor a Cristo

Jesús no pretende que tomemos sus palabras al pie de la letra. Y esto no es “suavizar” o “descafeinar” el evangelio. Clemente de Alejandría, uno de los primeros teólogos cristianos, iluminó la cuestión argumentando de esta manera: si Jesús mismo nos mandó amar a nuestros enemigos, ¿cómo iba a pedirnos que odiáramos a nuestros seres más queridos? Las palabras de Jesús, sin embargo, tampoco son huecas. Contienen un núcleo pedagógico y una exigencia que es preciso descubrir.

Un abad del siglo VI, san Benito de Nursia, nos ofrece una estupenda clave de interpretación. El célebre fundador del monaquismo occidental exhortaba a sus monjes con una frase lúcida y escueta –misma que el Papa Benedicto XVI repropuso a todos los cristianos del siglo XXI en su primera audiencia general–: “No antepongáis absolutamente nada a Cristo”.

El amor que fundamenta y transforma todo amor

Ahora bien, el amor a Cristo no se contrapone al amor a los demás. Lejos de ser disyuntivos, estos amores se entreveran, se amalgaman; más aún, se funden. “Lo que hiciste a uno de éstos, a mí me lo hiciste”, dijo Jesús. No hay manera más plena, fecunda, fuerte y bella de amar a los demás que amándolos en Cristo y por Cristo. Jesús no resta ni tasa nuestra entrega a los demás; por el contrario, la incentiva, sostiene y purifica; la hace capaz de niveles de generosidad y sacrificio que exceden las posibilidades de un amor sólo humano.

El amor a Cristo transforma la relación humana en relación cristiana enriqueciéndola e, incluso, reconfigurándola. Así, el vínculo de carne y sangre se enriquece y transforma en vínculo de alma y corazón; el amor erótico y romántico en amor oblativo y conyugal; la amistad y el afecto humano en amistad y afecto también sobrenatural; la justicia y solidaridad en hermandad; la filantropía en caridad.

Sólo la fe comprende el amor

El amor cristiano hunde sus raíces en el Corazón mismo de Cristo. De ahí su plenitud, fecundidad, fuerza y belleza; y de ahí también su nueva y radical exigencia. Es cierto: todo esto supone una visión de fe. Pero también es cierto que sólo una visión de fe da razón de tantos amores reales y constantes a nuestro alrededor. Como explica el Papa Francisco en su encíclica Lumen fidei: “La fe permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios” (n. 51).

María, Maestra del amor

La regla de san Benito sigue vigente: “No antepongáis absolutamente nada a Cristo”. Y se vive en la medida en que el amor a Cristo es el motor y fundamento del amor a padres e hijos, hermanos y hermanas, y a todo el prójimo; pues Él no tiene otro rostro visible en este mundo que el de los demás.

En el Corazón de María, el amor a Cristo coincidió plenamente con el amor al hijo. Para Ella jamás hubo una dicotomía entre amor cristiano y amor humano. Ella nos enseñe y ayude a vivir con más plenitud el amor a Cristo amando en Él y por Él a nuestros hermanos.

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AUTOESTIMA Y HUMILDAD

9/1/2013

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Una virtud cristiana

La humildad es virtud cristiana. Sin negar que haya ejemplos preclaros en otras creencias, incluso entre ateos, nadie ha urgido tanto esta virtud como Jesús. De hecho, es la única de la que Él se pone explícitamente como ejemplo: “Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Antes del cristianismo, la humildad era para muchos un antivalor. Un autor antiguo llegó a decir: “La humildad es la manera de los cobardes de parecer algo”. El cristianismo revolucionó el concepto dándole un contenido y valor muy diferentes.

Qué es la humildad

Los santos dicen que la humildad es la verdad. Y la primera verdad es que somos de barro. De hecho, la palabra latina “humus” significa tierra. Más específicamente esa tierra húmeda y oscura de las selvas y los bosques, tan suave al pisarla. Nuestra tendencia habitual va en otro sentido. Nos gusta sobresalir, destacar, figurar en la lista de “quién es quién” en la sociedad. Otros llevamos una soberbia más sutil: cuidamos las formas para parecer humildes, pero por dentro nos consideramos mejores que los demás. Otros nos endurecemos, rebelamos o encerramos en la autosuficiencia.

Autoestima y humildad

En cualquier caso, la humildad parece contradecir una necesidad psicológica básica: la “autoestima”. El concepto es de cuño freudiano y pertenece al marco de su análisis transaccional. Más allá de su sentido original, el concepto me parece válido si se entiende como la justa valoración de lo que somos, precisamente en la línea de reconocer la verdad. Habría que temer, en todo caso, la falsa autoestima y la falsa humildad. Reconocer los propios dones, capacidades, aptitudes y talentos no siempre es orgullo; como reconocer los propios límites, debilidades, miserias e insuficiencias no siempre es humildad. Lo que importa es reconocer ambos aspectos con objetividad, sencillez y sentido de superación y servicio a Dios y a los demás.

La sana valoración personal constituye un blindaje psicológico. Cuando la autoestima no se basa en la verdad sobre uno mismo tiende a apoyarse en la opinión ajena, el reconocimiento, la alabanza, las buenas impresiones, las relaciones sociales, los haberes materiales, y otros tantos pilares de barro, que pueden desmoronarse en cualquier momento. “No eres más porque te alaben ni eres menos por que te desprecien –decía Tomás de Kempis–. Lo que eres a los ojos de Dios, eso eres”. Y no hay visión más objetiva que la suya.

Medios para crecer en la humildad

La humildad no es virtud fácil. Requiere ejercicio constante. El primero de los cuales es “ubicarnos”. No somos dueños de nosotros mismos. Somos creaturas de Dios. Los maestros de espiritualidad llaman a este ejercicio “humildad sustancial”. Luego está el reconocer nuestra necesidad y dependencia de los demás. Nadie vive por sí mismo ni para sí mismo. La humildad es una actitud de apertura y confianza. Nuestro entramado de relaciones humanas ofrece muchos ejercicios de humildad. El orgulloso compite, el humilde colabora; el orgulloso desprecia, el humilde valora; el orgulloso rechaza, el humilde acoge; el orgulloso aplasta, el humilde sostiene; el orgulloso destaca, el humilde reconoce; el orgulloso se venga, el humilde perdona; el orgulloso necesita el primer puesto, el humilde se contenta con el que sea.

Frutos de la humildad

Actitudes diferentes dan resultados diferentes. Las personas humildes gozan de paz consigo mismos y con los demás. Las pretensiones desmedidas siempre inquietan y roban la paz, tanto a uno mismo como a los demás. “El que come orgullo cena desprecio”, decía Benjamín Franklin. Y habría que añadir: “el que come humildad cena aprecio, lealtad, cariño y respeto”. Los humildes son tierra blanda para los demás, que siempre van descalzos. Y esto, lejos de hundir la autoestima, la eleva. Bien decía G.K. Chesterton: “Los ángeles vuelan porque no se toman demasiado en serio”.

María, la mujer más humilde

La oración del corazón más humilde se llama “Magnificat”: “Ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso; porque ha mirado la humillación de su esclava”. María vivió la humildad en sus dos vertientes de autoestima y humildad: reconoció su grandeza, como Madre del Señor, pero tampoco su pequeñez como esclava del Señor. Pidámosle a Ella que nos alcance la gracia de vivir una verdadera autoestima fundada en la humildad.

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ADELGAZAR EL EGO

8/25/2013

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Religiones

No hay religión sin salvación. Todas las religiones ofrecen, a su modo, una vía de paso del “más acá” al “más allá”, de la inmanencia a la trascendencia, de la limitación a la infinitud. Las hay tipo “premier” para unos pocos elegidos, predestinados. Hablan incluso de un aforo limitado en el cielo: ciento cuarenta y cuatro mil –número bíblico que interpretan al pie de la letra–. Si ése fuera el caso –replica Raniero Cantalamessa– ya podemos todos cerrar la tienda. En la puerta del paraíso debe estar colgado, desde hace tiempo, el cartel de “lleno”.

Una religión incluyente

Yo me precio de pertenecer a una religión más incluyente. Siguiendo a san Pablo, creo firmemente que “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tm. 2, 4). Es cierto que el catolicismo apenas abarca 1/7 de la población mundial. ¿Todos los demás se van a condenar? La Iglesia no es tan miope. Ella sabe que ni ser católico basta para salvarse; ni no serlo, para condenarse. El amor de Dios es infinitamente más grande que nuestras estructuras y conceptos. Por eso la Iglesia, ante el misterio del amor de Dios, reconoce que aquellos hombres y mujeres que “buscan a tientas la verdad” y viven coherentemente según su conciencia, pueden salvarse; es decir, aquellos que se esfuerzan –en palabras de Jesús– en entrar por “la puerta estrecha” de la rectitud, la bondad, la generosidad, la misericordia, asociándose así al misterio de Cristo. Lo dice el Concilio Vaticano II: “Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio” (Gaudium et spes, 22).

El tesoro de la fe

No puedo imaginar una posición más humilde, sensata y abierta. Ahora bien, esto no quiere decir que una fe cristiana consciente, explícita, madurada y vivida con coherencia no añada nada al ser humano. Le añade muchísimo. La Iglesia siente el impulso apremiante de predicar el evangelio a todos porque se sabe depositaria de un tesoro destinado a enriquecer la vida del mayor número posible de hombres y mujeres: el de la definitiva revelación del amor de Dios en Cristo y la plenitud de los medios de salvación, especialmente en los sacramentos.

Esforzarse para salvarse

Dejando esto claro, la salvación no depende tanto o sólo de adscribirse al “grupo correcto” sino de acoger y vivir con coherencia los medios de salvación que Dios ofrece a cada ser humano. Algunos han ilustrado esta verdad comparando a Dios con la cima de una montaña: en realidad hay muchos senderos para subir. Lo importante es caminar hacia arriba. Y subir siempre cuesta. Se requiere, además de la gracia de Dios, un esfuerzo humano. “Quien te creó sin ti no te salvará sin ti”, decía san Agustín. Supone caminar por una vía estrecha y a veces empinada, que contrasta con la vía ancha y espaciosa, muchas veces de bajada, que lleva a la perdición.

Adelgazar el ego

Y si de subir se trata, nada mejor que adelgazar el ego para que pese menos. Una buena dieta a base de humildad y templanza puede quitarnos varios kilos de soberbia y sensualidad, que es lo que más nos pesa en el ascenso. La humildad adelgaza el espíritu; la templanza, el cuerpo. Tendríamos así más libertad de movimiento y cabríamos más fácilmente por la puerta de la salvación, que según el evangelio es más bien estrecha.

Dios quiere que todos los hombres se salven. Una vida bien vivida, que busca a Dios y colabora con su gracia, será un esfuerzo bien remunerado. Y esto no sólo en el “más allá”; también en el “más acá”. Como dijo un buen amigo: “nunca he hecho un sacrificio que me haya pagado menos de lo que me costó”.

María, puerta del cielo

La Iglesia llama a María “Puerta del cielo”. Porque lo es. Pero es la puerta trasera; ésa que nunca tiene el seguro puesto. María es puerta siempre abierta y, cuando hace falta, también ventana. Ella será nuestra mejor aliada a la hora de la verdad. Pero hay que rezarle desde ahora con confianza: «Ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte».  

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UN PAPA DE FUEGO

8/18/2013

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Un nuevo rostro de la Iglesia

El Papa Francisco no deja de sorprender. Pocos meses le han bastado para difundir, con sus gestos y palabras, mensajes esperanzadores a todo el mundo, incluido el no católico. Muchos ven en él el rostro rejuvenecido de la Iglesia; y no precisamente por su edad, sino por su transparencia, apertura, sencillez y valentía. Es, sin duda, el Papa que necesitaba hoy la Iglesia, con un estilo sobrio y luminoso a la vez.

¿Su programa? No recuerdo que lo haya definido ni expuesto. De hecho, no parece un hombre de objetivos estratégicos; menos aún de metodologías empresariales. Más me parece uno tenazmente atento a la gente que tiene enfrente, al momento, al ambiente. Actúa y habla en gran sintonía con las circunstancias. Por eso resulta tan aterrizado.

Al mismo tiempo, tampoco es un improvisado. Sus expresiones espontáneas emanan de convicciones profundas largamente maduradas. No hay nada casual en su persona, empezando por su nombre. Su gesto afable, su paso campechano, su alegría y jovialidad hablan de un corazón franco y sin arrugas. Y cuando deja los escritos de lado al hablar, sale a relucir su sólida estructura intelectual jesuítica. No rara vez acude en sus alocuciones a los esquemas de tres puntos, tan eficaces para comunicar mensajes claros, concisos y contundentes.

El fuego de la fe

Francisco está prendiendo fuego al mundo. Su primera encíclica, La luz de la fe, elaborada sobre el texto borrador del gran Papa-teólogo Benedicto XVI, sin ser programática, muestra el perfil y la personalidad del nuevo Pontífice: es un “Papa de fuego”. No de un fuego destructor, sino purificador; no de un fuego que encandila sino que ilumina; no de un fuego que retuerce sino que endereza; no de un fuego que calcina sino que conforta con su calidez.

Jesús dijo en el Evangelio: “He venido a prender fuego en el mundo; ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!”.  Tal parece que Francisco ha retomado la consigna.  Porque la fe cristiana es, en definitiva, un fuego; y como tal, ilumina, calienta y tiende hacia arriba.

La fe ilumina

Quizá para muchos, nublados por la duda y la incredulidad, la fe es una luz demasiado tenue, por no decir imperceptible. El Papa aclara: “La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar” (Lumen fidei, n. 57). La fe es una fogata, no un incendio. Y es suficiente para iluminar la vida de quienes se acercan a ella con sencillez. Más aún, dice de nuevo Francisco, hoy “es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo” (n. 4).

La fe calienta

La fe no sólo ilumina; también calienta el corazón. Se ha dicho, con razón, que el mundo atraviesa un “invierno de la fe”. El Papa nos anuncia la posibilidad de una nueva “primavera de la fe”. Ésa que despunta cuando el hombre percibe que la fe es, en realidad, una apertura al amor de Dios. Ninguna fe puede ser fría. “La comprensión de la fe –continúa Francisco– es la que nace cuando recibimos el gran amor de Dios que nos transforma interiormente y nos da ojos nuevos para ver la realidad” (n. 26).

La fe eleva

Finalmente, el fuego tiende siempre hacia arriba. Así es también la fe. Ella eleva nuestra mirada y nuestro corazón no sólo a los más altos valores humanos, sino sobre todo al destino más alto del ser humano: el cielo. En este punto, la enseñanza de Francisco es menos verbal y más ejemplar. Con su austeridad y sobriedad protocolar parece decirnos, como san Pablo: “Aspiren a las cosas de arriba, no a las de la tierra” (Col. 3, 2).

Francisco es un Papa de fuego; luminoso, cálido y motivador. Me atrevo a decir que el pasado 13 de marzo, el Espíritu Santo tomó la palabra de nuevo y nos dio quizá no el Papa que esperábamos, pero sí el que necesitábamos.

María, madre de nuestra fe

La fe del Papa Francisco es también, sin duda, fruto de su tierna devoción a María. Dice en su encíclica que en María, “la fe ha dado su mejor fruto”. A Ella le pedimos, con el Papa: “¡Madre, ayuda nuestra fe! Ayúdanos a fiarnos plenamente de Dios, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de tribulación y de cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar. Recuérdanos que quien cree no está nunca solo” (n. 60).




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BUEN SAMARITANO

7/14/2013

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Un seminarista

Terminaba la segunda guerra mundial. Una chica judía, recién liberada de un campo de concentración, no tenía fuerzas para caminar hasta la estación del tren. Un joven, casi tan flaco como ella, la tomó en brazos y la llevó con gran esfuerzo hasta el andén. Además, fue y le consiguió como pudo un pan y un tazón de café. La chica no podía creerlo: era la primera vez, en muchísimo tiempo, que tenía una bebida caliente en sus manos. Al poco tiempo, el joven desapareció y no supo más de él. Después de muchos años, la mujer vino a saber que su abnegado salvador había sido un seminarista polaco llamado Karol Wojtyla.

Cómo es un buen samaritano

No todos creen en los buenos samaritanos. “Habría que ser tontos para ser tan buenos”, piensan. Por fortuna, los buenos samaritanos existen. Juan Pablo II –ahora sabemos por qué– describe sus rasgos en una carta sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano: «Buen samaritano es todo hombre que se para junto al sufrimiento de otro hombre, de cualquier género que sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad. Es como el abrirse de una determinada disposición interior del corazón, que tiene también su expresión emotiva. Buen samaritano es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que se conmueve ante la desgracia del prójimo» (Carta Salvifici doloris, 28).

Donar los pies

Las actitudes del buen samaritano se materializan en donaciones concretas. El del evangelio lo primero que donó fueron sus pies. Según la parábola, iba de viaje. Tenía rumbo y destino, pero sus pies se desviaron hacia el hombre caído en desgracia. El buen samaritano no sabe pasar de largo, como hacen tantos. No sabe evadir; sólo salir al encuentro.

Donar el tiempo

Y se detuvo. La ayuda empezaba a tener un costo concreto: el tiempo. Recurso preciadísimo, que todos defendemos. Para el buen samaritano, cualquier necesitado tiene el poder de detener las manecillas de su tiempo. Porque nada urge tanto como amar (cf. 2 Cor 5, 14).

Donar el corazón

Dice a continuación la parábola que el buen samaritano se conmovió. La expresión emotiva –como dice el Papa– es un rasgo temperamental muy suyo. Donó su rumbo, donó su tiempo; ahora dona su corazón. Otros blindan su corazón para no sentir la desgracia ajena. Él, en cambio, abre, acerca y expone el corazón al sufrimiento de quien está malherido y despojado.

Donar las manos

«El buen samaritano –continúa el Papa– no se queda en la mera conmoción y compasión. Éstas se convierten para él en estímulo a la acción que tiende a ayudar al hombre herido». El buen samaritano también dona sus manos. Con ellas acaricia, lava, venda, carga y paga. Por algo las manos son cálidas, eficientes, versátiles y fuertes. Fueron diseñadas con todas las cualidades y destrezas que la caridad exige.

El verdadero buen samaritano

¿Acaso sabremos algún día el verdadero nombre del buen samaritano? Jesús no lo dice. Pero todo hace pensar que la parábola es un autorretrato. Jesús vino al mundo para acercarse a una humanidad despojada y lacerada por el mal; para detenerse junto a todo hombre caído en desgracia, lavar sus heridas y pagar por adelantado el precio de su recuperación. El buen samaritano es mucho más que una parábola. Es el testimonio de Alguien que nos vino a enseñar que ayudar no es casualidad sino disponibilidad, no es contratiempo sino oportunidad, no es carga sino impulso del corazón, no es tontería sino sabiduría.

Vete y haz tú lo mismo

Muy probablemente has recibido alguna vez la ayuda de un buen samaritano, de alguien que se ha detenido junto a ti para auxiliarte desinteresadamente. Nos toca a todos hacer lo mismo. Es verdad, no siempre es fácil discernir entre quién necesita ayuda y quién abusa de la generosidad ajena. En cualquier caso, es preferible equivocarse dando a quien no necesita que no dando a quien sí necesita.

María, Madre de los buenos samaritanos

María nos alcance a todos la gracia de un amor como el de su Hijo Jesús, para ser generosos al donar los pies, el tiempo, las manos y el corazón.

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EL ARTE DE CONVIVIR

7/7/2013

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El reto de convivir

Convivir es un arte, y también un reto. Quizá el más grande de las vacaciones. Al dejar las ocupaciones ordinarias, en las familias crece el tiempo de estar juntos; y también el riesgo de que salten chispas. Lo dijo irónicamente Enrique Rojas: «Queremos mucho a las personas con las que convivimos poco». Lo cierto es que, bien aprovechada, la convivencia veraniega puede reforzar lazos familiares, sanar heridas, incluso reconstruir relaciones que pudieran estar rotas.

El mayor patrimonio familiar

¿Cuál es el secreto? Nos lo da el Evangelio: «Cuando entren en una casa digan primero: “Paz a esta casa”» (Lc 10, 5). Para Jesús, la paz es el patrimonio esencial de una familia; su más grande haber. Una familia en paz lo tiene todo; sin ella, lo que tenga es nada. Jesús es el “Príncipe de la paz”. Satanás, en cambio, es el “príncipe de la división, de la discordia”. Es significativo que el sustantivo “diablo” proceda del verbo griego “diaballein”, que significa acusar, difamar. De ahí que el diablo sea “el que divide” por excelencia.

Cómo construir la paz

Ahora bien, la paz familiar no es sólo un buen augurio de Jesús. Sin duda, es don suyo; pero es también tarea. La paz se construye con materiales muy concretos; con actitudes y comportamientos que podemos agrupar en tres grandes virtudes: comprensión, comunicación y justicia. La primera tiene que ver con el pensamiento; la segunda, con las palabras; y la tercera, con las obras.

Comprensión

La paz nace en el pensamiento; en el modo como vemos y juzgamos a los demás. Quien piensa e interpreta a los demás –sus gestos y conductas– con una visión positiva, dando crédito a su buena voluntad, nunca tomará actitudes defensivas, sino abiertas, amigables, acogedoras. El pensamiento es un laboratorio de paz siempre que emplea los reactivos adecuados: benevolencia, bondad de juicio, comprensión. Si, en cambio, emplea iras, sospechas y envidias, será un laboratorio de discordia.

Comunicación

La paz se construye, en segundo lugar, con las palabras que decimos. En las relaciones familiares, ninguna palabra se la lleva el viento. Todas dejan huella, crean atmósfera, despiertan sentimientos. Comunicarse asertiva y bondadosamente es un difícil pero necesario equilibrio que lograr. Se diría que el arte de convivir es el arte de usar bien las palabras. Es el arte de decir lo que se debe decir, cuando se debe decir, en el modo que se debe decir. Sin duda, la comunicación espontánea es buena, pero aderezada con respeto y prudencia. Una familia es un espacio franco por el que han de sobrevolar palabras sinceras, incluso correctivas; pero siempre cargadas de afecto.

Justicia

Finalmente, la paz se construye con la justicia. La justicia es la primera exigencia del amor y consiste en dar a cada uno lo que le corresponde. En una familia, a cada uno le corresponde una generosa ración de afecto, atención, escucha, valoración. La justicia familiar exige mucho más que limosnas de tiempo, talento o energía. «Nadie vive para sí mismo», decía san Pablo (cf. Rm14, 7). Y menos en el seno de una familia. “Famulus” significa siervo. En una familia, todos vivimos para todos; todos somos siervos de todos; todos nos “debemos” recíprocamente nuestro mejor tiempo, talento, energía y afecto.

La gracia de Cristo

En teoría, no parece tan difícil alcanzar la paz en el hogar. Sólo se requiere un poco de justicia, buena comunicación y comprensión. Sin embargo, todos sabemos cuán cuesta arriba resulta en la práctica. Por eso Jesús, consciente de nuestros límites, se asoma a nuestros hogares y ofrece a cada uno, con su gracia, nuevas dosis de amor, madurez y sabiduría para estar a la altura de la convivencia familiar. Sin duda, este tiempo de descanso estivo será diferente si cada familia abre las puertas a Jesús y escucha de sus labios esas palabras que son al mismo tiempo don y tarea, augurio y consigna: “La paz sea con ustedes”.

María, Reina de la Familia

Que María Santísima, Reina de la Familia, vele por la paz en cada hogar. Que Ella, con su presencia maternal, discreta pero eficaz, ayude a todas las familias a aprovechar el período de vacaciones para crecer y madurar en el arte de convivir.

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POR QUÉ LA CRUZ

6/23/2013

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Todos sufrimos

Sufrir no es lo nuestro. A nadie le gusta el dolor. Lo nuestro, lo humano, lo que buscan nuestros actos –incluso los más nobles y altruistas–, es la felicidad. Tanto que vivir es, en cierto modo, ensayar en cada etapa de la vida nuevas fórmulas para alcanzarla. La realidad es que el sufrimiento nos visita con frecuencia en forma de dolor físico, psicológico o moral. La trama del día a día parece un vaivén entre dichas y penas; cruces y luces. ¿Puede una vida así ser feliz?

La sabiduría del cristianismo

El cristianismo es audaz cuando nos presenta la cruz, el sufrimiento, como vía de madurez y felicidad. «Nosotros predicamos a Cristo, y a éste crucificado», escribió san Pablo. Sus palabras fueron escándalo para los judíos y locura para los paganos. También hoy, la cruz escandaliza a muchos. No pocos se rebelan contra ella, y más cuando les parece injusta, inmerecida o desproporcionada. En cualquier caso, quienes intentan evadirla, se la topan siempre de nuevo, quizá en versiones más pesadas. La cruz no deja de levantar serios interrogantes frente a cualquier lógica sólo humana. El gran secreto del cristianismo está en presentar la cruz como una realidad luminosa. Ella constituye quizá su enseñanza más fecunda; su más alta aportación a la sabiduría humana. Porque ella es el punto de encuentro, el lugar donde se cruzan –valga la redundancia– felicidad y sufrimiento.

La paradoja cristiana

Jesús nos invita a tomar «la cruz de cada día» si queremos ser felices. Es lo que algunos autores han llamado la paradoja cristiana, tejida de binomios aparentemente contradictorios: perderse para encontrarse, prodigarse para enriquecerse, morir para vivir, sufrir para ser feliz. Ése es el Evangelio –es decir, la buena noticia–: que Jesús hizo de la cruz un instrumento de felicidad, siendo, como era, instrumento de tormento. ¿Cómo lo hizo? Haciendo de ella un instrumento de amor, redención, unidad y paz.

Cruz y amor

La cruz es la expresión más alta del amor. Jesús murió en ella por amor. Porque no hay amor que no exija la muerte. No hay generosidad, disponibilidad, entrega que no suponga abnegación, renuncia personal, morir al propio egoísmo. El amor pide crucificar apegos, tacañerías, planes y agendas. Pero como pide, también da. Decía el cura de Ars, san Juan María Vianney: «La mortificación tiene un bálsamo y sabores de que no se puede prescindir una vez que se les ha conocido. En este camino, lo que cuesta es sólo el primer paso».

Cruz y libertad

En segundo lugar, la cruz es instrumento de redención; es decir, de liberación. No hay peor cruz que la que Dios no quiere que llevemos. Y esa cruz es nuestro egoísmo. Por su culpa, cada uno llega a ser una pesada carga para sí mismo. Al tomar la cruz de Cristo nos liberamos de la tiranía de la nuestra. Al crucificar nuestros orgullos, envidias, protagonismos, adelgazamos nuestro ego. Por algo dijo Jesús que su yugo es suave y su carga, ligera; a diferencia de la nuestra.

Cruz y unidad

En tercer lugar, la cruz es instrumento de unidad. Ella, con sus dos travesaños –vertical y horizontal– parece decirnos que sólo quien se une a Dios y a los demás puede ser feliz. La unidad exige crucificar la autosuficiencia, el individualismo, el aislamiento y la cerrazón. Por algo dijo Jesús: «Si fuere levantado de la tierra –y lo fue en la cruz– atraeré a todos hacia mí». La cruz es, desde entonces, punto de reunión en el que las vidas se reencuentran y reconcilian.

Cruz y paz

Finalmente, la cruz es instrumento de paz. No hay paz sin orden, sobre todo en el corazón. El orden interior exige crucificar deseos impuros, inquietudes vanas, preocupaciones innecesarias, intenciones torcidas. Al tomar la cruz, el corazón se purifica y reordena; alcanza la madurez suficiente para tender siempre a más pero sin frustrarse por lo que uno es, tiene o hace. Así, la cruz engendra paz y la paz no es más que otro nombre de la felicidad.

María y la cruz

También María vivió el misterio de la cruz. Estando al pie de la cruz, se asoció de manera especial al sacrificio de su Hijo. Por lo mismo, nadie como Ella ha saboreado los frutos de la cruz: amor, libertad, unidad y paz. Ella nos alcance la gracia de tomar nuestra cruz de cada día y comprobar la veracidad de la paradoja cristiana: de que es posible sufrir y ser felices, unidos a Cristo.

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LO QUE IMPORTA ES AMAR

6/16/2013

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La esencia del cristianismo


Con cierta frecuencia me topo con personas alejadas de la fe porque, según ellos, su enseñanza religiosa fue impositiva, dogmática, moralizante; es decir, odiosa. Como sacerdote me dan ganas de pedirles perdón si nadie logró hacerles comprender que el Catecismo –según expresión del Papa Benedicto XVI– «no es una teoría, sino el encuentro con una Persona» (Porta fidei, 11). En otras palabras, el cristianismo no es ante todo un catálogo de dogmas; ni siquiera un código moral: es la experiencia de un amor llamado Jesús. El evangelista Lucas nos habla de una mujer de mala vida que se acerca a Jesús, le lava los pies con sus lágrimas, y se los besa y unge con perfume. Y Jesús se deja, para escándalo del fariseo que lo había invitado a comer. Que Jesús se deje tocar por aquella mujer es parte de un gran mensaje que ojalá nos quede a todos claro: lo que importa es amar. Dicho de otro modo, a Él le importan mucho más nuestros gestos de amor que nuestras transgresiones morales. Y no porque la moral no tenga sentido o importancia; sino porque sólo tiene importancia y sentido cuando su alma es el amor. Volviendo a la mujer de «mala vida» del evangelio de hoy, ella realiza tres grandes gestos simbólicos del amor.


Amar es lavar


En primer lugar, lava los pies de Jesús con sus lágrimas. Los pies huelen mal. Están entre los sectores menos nobles del cuerpo; no son los que más apetece tocar y atender. Así es el amor: se acerca, toca y lava lo que «huele mal» en los demás. Es una característica esencial del amor: disculpar, comprender y perdonar. Todo hace pensar, por el contexto, que la mujer actuaba expresando lo que ella misma sentía en su alma. La pasividad de Jesús es sólo aparente. De alguna manera –quizá con un gesto o una mirada– ya había hecho sentir a la mujer que también ella estaba siendo lavada, comprendida, perdonada.


Amar es besar


La mujer no sólo bañó los pies de Jesús con sus lágrimas; también los besó. Nuestros labios, cuando besan, dejan de ser sólo funcionales u ornamentales: se transforman en instrumentos del amor. Besar es una manera muy especial de tocar a alguien y de expresarle amor. Es verdad: hay gente que ama sin besar; y gente que besa sin amar. Pero el beso, si es auténtico, expresa una dimensión esencial del amor; un «contacto afectivo» del todo particular.


Amar es perfumar


Finalmente, la mujer ungió con perfume los pies de Jesús. Este tercer gesto añade a las dimensiones del perdón y la afectividad una nueva y más alta dimensión aún: el aprecio. Amar es valorar, dignificar al otro. El perfume del amor «reviste» al otro de una fragancia nueva, diferente y agradable. El «buen olor de Cristo», del que habla san Pablo, tiene que ver con este reconocimiento del valor de Jesús (cf. 2 Cor 2, 14 – 15). El propio Jesús hizo evidente el contraste de actitudes que se daban hacia Él entre el fariseo y la mujer: «No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume» (Lc 7, 46).


El amor cubre multitud de pecados


Lavar, besar y perfumar son dimensiones quizá no suficientes pero sí necesarias del amor. El triple gesto de la mujer sobre los pies de Jesús es una cátedra evangélica de amor. Quizá por eso, Jesús dijo contundente: «Sus muchos pecados le son perdonados, porque ha amado mucho». Y san Pedro nos instruirá en el mismo sentido con una consoladora frase: «El amor cubre multitud de pecados» (1 Pe 4, 8). ¡Cuánta razón el título de un libro de Carlo Carretto: Lo que importa es amar! San Agustín lo había dicho a su modo: «¡Ama y haz lo que quieras!». Porque el amor, cuando es real, pone a toda la persona en el camino del bien, la verdad y la belleza.


Madre del amor hermoso


María, la Madre de Jesús, lavó, besó y perfumó los pies de Jesús innumerables veces. Fue su quehacer diario durante mucho tiempo. Ella siempre amó mucho a Jesús –¡y cuánto!–. Pero su amor a Jesús no fue de «compunción» sino de «donación» pura y total. Nosotros, en cambio, no podemos amar a Jesús sin tener que pedirle perdón; sin tener que llorar –aunque sea interiormente– nuestras faltas. Nos consuele el hecho de que las lágrimas del corazón a veces son la mejor –quizá la única– oración que podemos elevar a Dios. María nos alcance la gracia de acercarnos con confianza a Jesús, llorar nuestros pecados y transformar nuestras lágrimas en confiada oración de contrición.

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PARA VENCER LA MUERTE

6/9/2013

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Jesús ante la muerte


Una viuda sale de Naím. La acompaña una gran multitud. El cadáver de su único hijo va en un ataúd. Lo llevan a enterrar. Sincronizando bien su llegada –como hace Dios tan a menudo en nuestra vida– Jesús entra en Naím, seguido también de una muchedumbre. Las dos procesiones se topan. Una simboliza la vida; la otra, la muerte. El que es la Vida vence; y el joven resucita. De hecho, según los Evangelios, Jesús resucitaría a dos personas más: la hija de Jairo (Lc 8, 49 – 55) y Lázaro de Betania (Jn 11, 1 – 44). Las tres victorias, sin embargo, serían sólo provisionales. Los tres resucitados morirían más tarde. Sólo Jesús, con su resurrección –del todo inédita–vencería definitivamente a la muerte.


El drama de la muerte


No hay drama de más envergadura que la muerte. Ella es «el máximo enigma de la vida», afirma el Concilio Vaticano II. Pero lo hace con esperanza: «Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado» (GS 18). Los cristianos tenemos esta convicción. Pero no por eso deja de ser trágica la muerte. Al perder un ser querido, todos sentimos que el mundo nos queda más frío y vacío. Ahora bien, la muerte toca cotidianamente nuestra vida. Ella nos arranca un mordisco de existencia cada día. «El hombre, con todo su poder y su orgullo, termina agachándose para entrar en la enfermedad o la vejez y encogiéndose más aún para entrar en el ataúd» (Martín Descalzo). Pero más que el declive biológico, preocupa el del corazón. El drama entre la vida o la muerte se juega sobre todo ahí. Solía decir Juan Pablo II: «Cada uno tiene la edad de su corazón». Desde esta óptica, habría que temer tres maneras de morir en vida: la dureza, la superficialidad y la tristeza.


Dureza


Un signo evidente de la muerte es el enfriamiento y endurecimiento del cadáver. Los forenses lo llaman, con una expresión latina, «rigor mortis». Así es también la primera forma de morir en vida: se enfría y endurece el corazón; se pierde calidez, cordialidad y empatía; el rostro se torna adusto, serio, inexpresivo; y la actitud, impaciente, intolerante, crítica e inflexible.


Superficialidad


La segunda forma de morir en vida es la superficialidad. Se vive, quizá, intensamente, pero sin profundidad. A una vida así le encaja bien la descripción de Enrique Rojas sobre el hombre light: un sujeto trivial, ligero, frívolo, que acepta todo, pero carece de criterios sólidos. La superficialidad propicia la presencia de parásitos en el corazón: materialismo, hedonismo, relativismo, consumismo y permisivismo. Los parásitos roban energía, ilusión y densidad existencial. Quien no sufre la sana tensión de los grandes retos, ideales y proyectos, más que vivir, es vivido por la vida.


Tristeza


La tercera forma de morir en vida es abandonarse a la tristeza. Obviamente, ninguna vida está libre de tristezas. Después de todo, esta vida es un «valle de lágrimas», como reza la Salve. Pero Jesús nos dice a todos, como dijo a muchos en el Evangelio: «No llores». Jesús es «anti-tristeza». Él vino a devolverle al mundo la alegría original. La que existía antes del pecado y de la muerte. No nos libra de los dolores y las penas propias de esta vida, pero nos muestra el camino de la esperanza, del significado, del sentido, y así abre el espacio a la alegría, aun en medio del dolor.


La muerte nunca tiene la última palabra


De este modo, la muerte nunca tiene la última palabra. Por más que los existencialistas vieran la inexorable perspectiva de la muerte como causa de angustia –Martin Heidegger– y de náusea –Jean Paul Sartre– la muerte, en cualquiera de sus formas, es una oportunidad para que se manifieste de nuevo el poder y el significado de la vida. Como bien dijo el gran estadista checo Vaclav Havel, «sin la condición de la muerte no existiría nada parecido al sentido de la vida, y la vida humana no tendría nada de humano».


Volver a vivir


Ninguno de nosotros quiere vivir muerto; todos queremos una vida viva. Pues bien, el encuentro con Jesús nos da una vida así. Él no sólo está vivo; Él es «la Vida». Por eso se detiene a nuestro lado cuando sentimos y reconocemos que la muerte –en cualquiera de sus formas – invade nuestra vida, y nos manda con amorosa autoridad: «A ti te lo digo: ¡Levántate!».No sólo. Él nos participa, en cierto modo, su poder sobre la muerte. Todos tenemos, en alguna medida, la sublime capacidad de resucitar muertos. Cuando logramos sacar a alguien de su endurecimiento y frialdad, de su superficialidad y tristeza, estamos, en verdad, resucitando a un muerto.


María y la Palabra


No dudo que a Jesús le conmovieron profundamente las lágrimas de la viuda de Naím. Vio en Ella, quizá, la figura anticipada de otra mujer, para entonces también viuda, que llevaría a enterrar a su único Hijo: María, su Madre. Pero también a Ella, como a la viuda de Naím, Jesús resucitado le diría más tarde: «No llores: aquí estoy, vivo para siempre». María nos alcance a todos la profunda certeza y alegría de que la Vida siempre vencerá toda forma de muerte.

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