
¿Rehacer la vida?
Ciertas crisis nos ponen ante la encrucijada de “rehacer la vida”. Para el que sufre, cualquier posibilidad de cambio resplandece con un halo de esperanza. Y cuanto más desesperada es la situación, tanto más existe la tentación de tomar opciones radicales no necesariamente apropiadas y emprender aventuras que no llevan a ningún lado. De ahí la sabiduría de un principio prudencial: en tiempo de turbación o crisis no tomes decisiones trascendentes. Capotea como puedas la tormenta y espera la calma para tomar decisiones sensatas y ponderadas.
Volver a la vida
Para el cristianismo, no obstante, “rehacer la vida” es un concepto esencial. Cristo vino al mundo para que tengamos vida, y vida en abundancia. Obviamente, esta “abundancia” tiene una connotación más cualitativa que cuantitativa. Vivir en abundancia es vivir una vida plena. El concepto cristiano de la resurrección tiene que ver con esta novedad radical de la vida. Resucitar, en este sentido, significa “volver a la vida” tras cualquier forma de muerte que hayamos podido sufrir. Porque hay muchas maneras de morir en vida. Cada vez que se nos muere una ilusión, un proyecto, una amistad, un amor, “algo se muere en el alma” –dice una canción sevillana–. Ahora bien, no todo en la muerte es malo. “Sin la condición de la muerte –señalaba Vaclav Havel– no existiría nada parecido al sentido de la vida, y la vida humana no tendría nada de humano”.
Tres maneras de resucitar
La resurrección cristiana puede entenderse de tres maneras. La resurrección definitiva, la resurrección intermedia, y la resurrección antes de la muerte. La resurrección definitiva llegará al final de los tiempos con tres acontecimientos: la segunda venida de Cristo, la resurrección de la carne y el juicio final. La “resurrección intermedia” no es propiamente una resurrección, sino una subsistencia. El alma humana, al ser espiritual, no muere con la muerte corporal. El alma separada de nuestro cuerpo afronta en el mismo instante de la muerte un primer juicio: el juicio particular. Y, tras ese juicio, el alma separada pasa inmediatamente a gozar de Dios en el cielo, o a purificarse en el purgatorio o a sufrir en el infierno, como explica el Catecismo de la Iglesia Católica (1022). Ahora bien, en esa etapa intermedia el alma se halla en un estado “innatural”, por estar “despojada” del cuerpo. Cuando éste resucite, al final de los tiempos, alma y cuerpo se unirán de nuevo, dando lugar a la resurrección definitiva de cada persona.
Una vida nueva en Cristo
La resurrección cristiana tiene una tercera acepción: vivir una vida nueva en Cristo ya desde esta tierra. Una vida que es tanto más plena cuanto más libre se experimenta a sí misma por vivir en la verdad y en el amor. No es todavía el gozo total del cielo, pero sí inicial, como en semilla, en germen. Los teólogos suelen referirse a esta condición con una frase sugestiva: “ya, pero todavía no”. Ya vivimos la vida nueva en Cristo, pero todavía no la experimentamos plenamente como será en el cielo. Ahora bien, F. Nietzsche criticaba a los cristianos de no tener “rostros de resucitados”. Y en cierto modo, tenía razón. ¿Puede ser creíble una religión que no hace felices a sus seguidores? Habría que decir, sin ningún temor, que un cristianismo sin alegría es una contradicción. Sólo habría que aclarar que esta alegría profunda, del corazón, es el fruto de un renacimiento; es la victoria de Cristo sobre uno mismo y sobre el mundo.
En la medida en que Cristo entre en nuestra vida con su vida, en esa medida experimentaremos la radical novedad de una vida “resucitada” ya aquí, en esta tierra, independientemente de las circunstancias concretas en que nos toque vivirla. Porque para el cristianismo no sólo los muertos resucitan; también los vivos.
La Madre que nos dio la vida nueva
Que María Santísima nos alcance la gracia de “vivir en Cristo resucitado”, en la espera dichosa de que se consume la obra de la redención.
Que Ella nos conceda repetir en nuestro corazón las palabras que siguen a la oración del Padrenuestro en la Misa: «Líbranos, de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo».
Ciertas crisis nos ponen ante la encrucijada de “rehacer la vida”. Para el que sufre, cualquier posibilidad de cambio resplandece con un halo de esperanza. Y cuanto más desesperada es la situación, tanto más existe la tentación de tomar opciones radicales no necesariamente apropiadas y emprender aventuras que no llevan a ningún lado. De ahí la sabiduría de un principio prudencial: en tiempo de turbación o crisis no tomes decisiones trascendentes. Capotea como puedas la tormenta y espera la calma para tomar decisiones sensatas y ponderadas.
Volver a la vida
Para el cristianismo, no obstante, “rehacer la vida” es un concepto esencial. Cristo vino al mundo para que tengamos vida, y vida en abundancia. Obviamente, esta “abundancia” tiene una connotación más cualitativa que cuantitativa. Vivir en abundancia es vivir una vida plena. El concepto cristiano de la resurrección tiene que ver con esta novedad radical de la vida. Resucitar, en este sentido, significa “volver a la vida” tras cualquier forma de muerte que hayamos podido sufrir. Porque hay muchas maneras de morir en vida. Cada vez que se nos muere una ilusión, un proyecto, una amistad, un amor, “algo se muere en el alma” –dice una canción sevillana–. Ahora bien, no todo en la muerte es malo. “Sin la condición de la muerte –señalaba Vaclav Havel– no existiría nada parecido al sentido de la vida, y la vida humana no tendría nada de humano”.
Tres maneras de resucitar
La resurrección cristiana puede entenderse de tres maneras. La resurrección definitiva, la resurrección intermedia, y la resurrección antes de la muerte. La resurrección definitiva llegará al final de los tiempos con tres acontecimientos: la segunda venida de Cristo, la resurrección de la carne y el juicio final. La “resurrección intermedia” no es propiamente una resurrección, sino una subsistencia. El alma humana, al ser espiritual, no muere con la muerte corporal. El alma separada de nuestro cuerpo afronta en el mismo instante de la muerte un primer juicio: el juicio particular. Y, tras ese juicio, el alma separada pasa inmediatamente a gozar de Dios en el cielo, o a purificarse en el purgatorio o a sufrir en el infierno, como explica el Catecismo de la Iglesia Católica (1022). Ahora bien, en esa etapa intermedia el alma se halla en un estado “innatural”, por estar “despojada” del cuerpo. Cuando éste resucite, al final de los tiempos, alma y cuerpo se unirán de nuevo, dando lugar a la resurrección definitiva de cada persona.
Una vida nueva en Cristo
La resurrección cristiana tiene una tercera acepción: vivir una vida nueva en Cristo ya desde esta tierra. Una vida que es tanto más plena cuanto más libre se experimenta a sí misma por vivir en la verdad y en el amor. No es todavía el gozo total del cielo, pero sí inicial, como en semilla, en germen. Los teólogos suelen referirse a esta condición con una frase sugestiva: “ya, pero todavía no”. Ya vivimos la vida nueva en Cristo, pero todavía no la experimentamos plenamente como será en el cielo. Ahora bien, F. Nietzsche criticaba a los cristianos de no tener “rostros de resucitados”. Y en cierto modo, tenía razón. ¿Puede ser creíble una religión que no hace felices a sus seguidores? Habría que decir, sin ningún temor, que un cristianismo sin alegría es una contradicción. Sólo habría que aclarar que esta alegría profunda, del corazón, es el fruto de un renacimiento; es la victoria de Cristo sobre uno mismo y sobre el mundo.
En la medida en que Cristo entre en nuestra vida con su vida, en esa medida experimentaremos la radical novedad de una vida “resucitada” ya aquí, en esta tierra, independientemente de las circunstancias concretas en que nos toque vivirla. Porque para el cristianismo no sólo los muertos resucitan; también los vivos.
La Madre que nos dio la vida nueva
Que María Santísima nos alcance la gracia de “vivir en Cristo resucitado”, en la espera dichosa de que se consume la obra de la redención.
Que Ella nos conceda repetir en nuestro corazón las palabras que siguen a la oración del Padrenuestro en la Misa: «Líbranos, de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo».