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LA PAZ DE CRISTO

5/1/2016

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LA PAZ DE CRISTO

​«Daría la mitad de mi fortuna por un minuto de paz» –dijo una vez un multimillonario. Y no andaba tan desubicado. Sin paz se puede tener todo menos felicidad. Quizá por ello, la filosofía y la espiritualidad han buscado siempre y tenazmente, sobre todo en el interior mismo del hombre, las fuentes de la paz; algo así como el eslabón perdido de la felicidad. 

Según la sabiduría griega, en su versión estoica, la paz se halla en la «imperturbabilidad» (ataraxia), como resultado natural de una vida virtuosa y ajena a las pasiones insanas (apatheia). Para el budismo, en cambio, la paz está en el «nirvana»: esa serenidad inquebrantable que brota al extinguirse el fuego del deseo, la aversión y la desilusión. 

El mundo contemporáneo, tendencialmente hedonista, ha hecho de la paz una mercancía lucrativa, cuyos ingredientes básicos son la seguridad y el bienestar. «Si quieres paz –anuncian las agencias– te vendo protección, alarmas, seguros de vida, pólizas contra robo e incendio, chequeos médicos y hermosas playas solitarias».

El cristianismo tiene una visión diferente. Su novedad está en que la paz no es ni sólo interior ni sólo exterior. Ni es mercancía que comprar, pues la paz no tiene precio; ni es tampoco resultado de una ascesis interior hasta lograr una voluntad refractaria a cualquier tipo de pasión o deseo. La paz es un don; un regalo que Jesús da a sus discípulos: «La paz os dejo; mi paz os doy» (Jn 14, 27). En cuanto don, viene de fuera; pero en cuanto fruto de la presencia de Jesús en nuestro corazón, es algo muy interior, íntimo, capaz de desafiar cualquier circunstancia externa. 

La paz que da Jesús está tejida de fe, de confianza, de aceptación de la propia vulnerabilidad, de abandono en la Providencia, de perdón dado y recibido. Estas actitudes engendran paz porque, en el fondo, ordenan el corazón: restablecen equilibrios perdidos y ponen de nuevo cada cosa en su lugar. San Agustín definía la paz como la «tranquilidad del orden». Sólo Jesús, con su Presencia viva en nuestro corazón por la gracia, nos reconcilia con Dios, con los demás, con nosotros mismos y con las demás criaturas, y así pone en orden nuestro corazón; lo pone en paz. 

Pero este don de la paz pide nuestra colaboración. Exige que vigilemos el corazón y evitemos pensamientos, deseos o actitudes que roban la paz. En nuestra situación actual de seres inclinados al desorden por el pecado original, por paradójico que parezca, la paz exige lucha. Es preciso pelear contra la soberbia, la ambición excesiva, los deseos impuros, las vanidades, las susceptibilidades, las envidias, los resentimientos, los miedos infundados. Nuestro corazón es un campo de batalla. En él se acepta o no a Jesús y, en consecuencia, en él se gana o se pierde la paz. 

La Virgen María, Madre de Jesús y Madre nuestra, ha sido siempre una gran pacificadora de corazones. Porque su Corazón Inmaculado, en perfecto orden, es un yacimiento profundísimo de paz. Basta meditar las dulces palabras que dirigió a Juan Diego en la ladera del Tepeyac: «Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón… ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás  bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa» (Relato del Nican Mopohua).
 

No hace falta la mitad de una fortuna para comprar un minuto de paz. Basta que nuestro corazón crea y acepte cada día el don de Jesús, y la tendrá toda la vida.

​aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio en Roma.

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DESEMPEÑO CRISTIANO

4/24/2016

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DESEMPEÑO CRISTIANO

En el mundo empresarial y laboral suele hacerse referencia a los “KPI’s” (Key Performance Indicators) para evaluar el desempeño de un ejecutivo. También el Evangelio ofrece un «KPI» para evaluar el desempeño de un cristiano. Dijo Jesús en la Última Cena: «Amaos los unos a los otros como Yo os he amado; y por este amor reconocerán todos que son mis discípulos» (Jn 13, 34-35). 
El «KPI» del cristianismo es el amor. Pero no cualquier tipo de amor, sino el que, según el texto griego, se llama «agapé»; es decir, amor de oblación, de sacrificio, de entrega al otro, porque pone el acento en el «tú» y no en el «yo».  
Carlo Carretto, en su libro Lo que importa es amar, narra una experiencia que ayuda a comprender este tipo de amor. Lo cito textualmente, pues su libro por desgracia no se encuentra ya en circulación: «Una tarde encontré en el desierto a un anciano que temblaba de frío. Parece extraño hablar de frío en el desierto, pero en realidad es así, tanto que la definición del Sahara es: “país frío donde hace mucho calor cuando sale el sol”. Y el sol se había puesto y el anciano temblaba. Yo tenía dos mantas, las mías, las indispensables para pasar la noche. Dárselas quería decir que sería yo quien temblaría. Tuve miedo y me quedé con las dos mantas para mí. Durante la noche no temblé de frío, pero al día siguiente temblé por el juicio de Dios. Efectivamente, soñé que había muerto en un accidente, aplastado bajo una roca, al pie de la cual me había quedado dormido. Con el cuerpo inmovilizado bajo toneladas de granito, pero con el alma viva –¡y qué viva estaba!– fui juzgado. La materia del juicio fueron las dos mantas y nada más. Fui juzgado inmaduro para el Reino. Y la cosa era evidente. Yo, que había negado una manta a mi hermano por miedo al frío de la noche, había faltado al mandamiento de Dios: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. En realidad, había amado mi piel más que la suya. Y no era esto sólo. Yo, que habiendo aceptado imitar a Jesús haciéndome religioso de los “hermanos menores”, había tenido la revelación del amor de Cristo, que no se contentó con amar al prójimo “como a sí mismo”, sino que fue infinitamente más lejos y amó al prójimo hasta “morir en cruz por él”, había faltado a mi deber de discípulo de Jesús. ¿Cómo podía entrar en el Reino del Amor en esas condiciones? Justamente fui juzgado inmaduro y se me pidió que me quedara allí todo el tiempo necesario para alcanzar esa madurez. Así había entrado en mi purgatorio. Debía recorrer con la meditación y el sufrimiento dos largas etapas de la vida religiosa del hombre sobre la tierra: las del Antiguo y Nuevo Testamento. La del Antiguo, para convencerme del primer mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, y la del Nuevo, para hacer mío el mandamiento de Jesús: “Amarás a tu prójimo como yo lo he amado”, es decir, hasta el sacrificio. En pocas palabras, debía aprender a dar las dos mantas. La primera, para demostrar que amaba al hombre como a mí mismo; la segunda, para probar que, a imitación de Jesús, era capaz de llevar sobre mis espaldas los dolores de los demás. Desprovisto de las dos mantas, temblando de frío por calentar a mis hermanos, entraría en el Reino del Amor. ¡Antes no! ¿Estaba dispuesto a esto?». 
Amar hasta el sacrificio es el reto de todo cristiano. No es una conquista fácil ni permanente. Quizá alguna vez hemos amado con generosidad, desinteresadamente, incluso hasta el heroísmo. Pero después, nuestro egoísmo encuentra el modo de recuperar el terreno cedido. La clave es no rendirse; empezar siempre de nuevo, cada día, con la ilusión de amar un poco más. 
La Virgen María supo lo que es amar hasta el sacrificio. Ella entregó mucho más que sus «dos mantas»; Ella entregó a su Hijo para que nosotros no muriéramos de frío por falta de amor. Ella nos alcance la gracia de crecer y madurar en el amor, de ser reconocidos cada vez más como discípulos de Jesús. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio en Roma.

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BUEN PASTOR Y PASTOR BUENO

4/17/2016

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BUEN PASTOR Y PASTOR BUENO

    La reciente carta del Papa Francisco Amoris laetitia (La alegría del amor) sigue dando mucho de qué hablar. Desde noviembre de 1981, cuando Juan Pablo II publicó la Familiaris consortio (El consorcio familiar), no se había escrito un documento de tal peso sobre el matrimonio y la familia. La carta de Francisco no sólo confirma la enseñanza de la Iglesia sino que también presenta, con creatividad profética, nuevas visiones y actitudes ante las complejas situaciones que viven hoy tantos hogares.
    No han faltado «doctores de la ley» –como los llama el propio Francisco en su libro-entrevista El nombre de Dios es la misericordia–perplejos y hasta escandalizados. Según ellos, la Amoris laetitia resulta demasiado indulgente, casi condescendiente con la llamada «moral de la situación». La tesis de fondo de una tal moral es que la bondad o maldad de los actos humanos no se establece de acuerdo con una ley universal e inmutable sino que se valora según la situación personal, cultural, social, etc., en que se encuentra el individuo. El Papa Juan Pablo II ya había señalado el error de esta postura, tanto en su exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia (Reconciliación y penitencia) de 1984, como en su encíclica Veritatis splendor (El esplendor de la verdad) de 1993. El Papa Francisco se sitúa en la misma línea al recordar sin ambigüedades que el matrimonio es una comunidad de vida y amor, exclusiva e indisoluble, que sólo puede constituirse entre un hombre y una mujer. Que el Papa insista al mismo tiempo, como línea pastoral, en la integración en lugar de la exclusión, en la misericordia en lugar de la condena, no resta nada a la verdad sobre el matrimonio y la familia; sólo subraya que la misericordia también es doctrina católica; más aún, que es su enseñanza fundamental. 
    Jesús, el Buen Pastor, dijo: «Dichoso el que no se escandalizare en mí» (Mt 11, 6). Él era bien consciente de que su enseñanza, ya a partir de las bienaventuranzas, era «rompe-esquemas». La actitud anti-farisaica de Jesús y su oposición a «la ley por la ley» dejándose tocar por una prostituta, tocando él mismo a un leproso, comiendo con publicanos y pecadores, defendiendo a una adúltera y diciéndole: «tampoco yo te condeno», la veo en Francisco. Y también veo, con tristeza, los vestidos rasgados de los fariseos en quienes hoy critican la enseñanza del Papa en aras de una supuesta fidelidad al Magisterio, cuando ese mismo Magisterio, que es oficial en una carta como la Amoris laetitia, hoy se pronuncia con tanta claridad en la línea de la acogida y la misericordia. 
    Verdad y misericordia no se contraponen. De hecho, la misericordia sólo es posible ahí donde hay miseria, donde hay fragilidad; donde una verdad es transgredida y una bondad es quebrantada. En este sentido, el Papa no ofrece novedades en su carta: enseña lo que siempre ha enseñado la Iglesia sobre la verdad, el bien y la belleza del matrimonio y la familia. Pero al mismo tiempo recuerda a todos, y especialmente a los pastores de la Iglesia, que el hombre y la mujer, cuando no logran vivir esta verdad en su integridad, deben ser acogidos, comprendidos, perdonados, sostenidos y alentados en un camino de progresiva conversión, no de discriminación o exclusión. 
    La Iglesia celebra en el IV Domingo del Tiempo Pascual a Jesús el Buen Pastor. Yo le doy gracias a Él porque sigue siendo hoy, en la persona de su vicario en la tierra, no sólo el Buen Pastor que va al frente del rebaño, indicando el camino verdadero, sino también el Pastor Bueno que sabe «salirse del camino» cuando una oveja se pierde, y no descansa hasta encontrarla, cargarla sobre sus hombros y acercarla de nuevo al buen camino. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio en Roma.

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¿ME AMAS?

4/10/2016

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¿ME AMAS?
Esta pregunta suele ser incómoda. Sobre todo cuando amenaza con evidenciar la desigualdad de dos amores. Jesús se la hizo a Pedro. El último capítulo del evangelio de san Juan gira en torno a esta pregunta, que no tiene nada de curiosidad ni de ignorancia. Jesús sabía muy bien –y mucho mejor que el mismo Pedro– cuánto amor había en el corazón del primer Papa. La pregunta es una provocación. Pedro necesitaba terminar de convertirse, de «volver» a Jesús y de consolidar su vocación. Jesús le había predicho en la Última Cena: «Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32). Pedro había vuelto ya, pero necesitaba una pregunta así, que le ayudara a sopesar de algún modo la variable más determinante para su vida y su misión: el amor. 
Jesús es médico. Cuando pregunta «¿me amas?», ausculta el corazón. Sabe que el amor humano rara vez es puro. Suele tener casi siempre algo de necesidad, de egoísmo, de auto-referencia. Al preguntar: «¿Me amas?» pone en evidencia que el amor a Él es la condición para amar en serio a los demás: a la esposa, al hijo, al hermano, a la novia, al amigo y hasta al enemigo, como pide Dios. No existe amor puro si no pasa por Jesús. Sólo por Cristo, con Él y en Él podemos amar con sinceridad a los demás. 
Jesús también es mendigo. Por eso pregunta de nuevo: «¿Me amas?». Sólo los enamorados se preguntan si los aman. Un enamorado es un necesitado de amor. Jesús a veces tiene que hurgar en nuestro corazón, como los mendigos en los tambos de basura, para ver si queda algo para Él. Hasta ahí llega su necesidad de nuestro amor. Porque nadie como Jesús vivió hasta sus últimas consecuencias la necesidad de amar y ser amado. La sed es un símbolo que utiliza el evangelista Juan para mostrar esta realidad: «Jesús puesto en pie, gritó: “¡Si alguno tiene sed, venga a mí y beba!”» (Jn 7, 37). Y ya en la cruz, Jesús dice «¡Tengo sed!» (Jn 19, 28). «Jesús tiene sed de que tengamos sed de Él», dirá san Agustín. Él está detrás de cada amor que llega, toca nuestra puerta y pregunta: «¿Me amas?».
Jesús es un motivador. Pregunta por tercera vez: «¿Me amas?». Él sabe que el corazón humano se cansa de amar; que la fatiga del corazón es algo muy real en nuestra vida. Cuando el Amor pregunta si lo amamos, pone a prueba el aguante y la constancia de nuestro corazón. Al mismo tiempo, le ofrece la única manera de perseverar en el amor: ¡amándolo a Él! El amor a Jesús ha sido, es y seguirá siendo la motivación de todos los amores que van más allá de la etapa de las “maripositas”. Dicho de otra manera, para amar indefinidamente a los demás hay que amar muy definidamente a Jesús. 
San Juan Pablo II solía decir que María es la Madre del amor hermoso. Ella sabe que la pregunta de su Hijo sigue abierta; se dirige a cada corazón y en torno a ella gira toda vida humana. Vale la pena poner el corazón en sus manos de Madre, y así responder a Jesús, como Pedro, muy conscientes de nuestras negaciones, pero también muy confiados en su gracia: «Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo». aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.

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¿QUÉ PIENSA, DICE Y HACE DIOS?

4/3/2016

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¿QUÉ PIENSA, DICE Y HACE DIOS?


Santa Faustina Kowalska, «profeta de la Misericordia Divina»,  escribe en su Diario que hay tres modos de misericordia: de pensamiento, de palabra y de obra. El Diario de Sor Faustina: La Divina Misericordia en mi alma, hoy es un bestseller –dicho por Amazon Kindle– y ha tocado y transformado a millones de personas; las ha convencido de que todo lo que piensa, dice y hace Dios es pura misericordia. Nuestra realidad no da para otra cosa. Se diría que nuestro «máximo potencial» –ahora que se escribe tanto sobre potencial humano– está en ofrecer a Dios nuestra miseria para que Él la sane y la sostenga con su misericordia.


Misericordia de pensamiento: Dios Padre
Dios Padre piensa en cada uno de nosotros: ésta es su primera misericordia. «Sueña» con nosotros. Pero sus sueños, a diferencia de los nuestros, siempre se hacen realidad. Así nos trajo a la existencia, sacándonos de la miseria más absoluta: la del no-ser. 
El pensar de Dios no sólo es creador; también es providente. Al pensar en nosotros, pensó un proyecto misericordioso,  un camino sembrado de bendiciones, aunque nosotros no siempre lo percibamos así. Sus pensamientos no coinciden con los nuestros; los suyos son más altos, más grandes, más atrevidos. Él nos sueña siempre mejores, más realizados, más felices. Y al pensarnos así, ve en nosotros lo que todavía no somos. Es un pensamiento indulgente. No le pasa inadvertida ninguna de nuestras faltas. Pero en su mente, nos ve siempre buenos o, por lo menos, capaces de serlo. 


Misericordia de palabra: Dios Hijo
Dios no sólo piensa; también habla. El Hijo de Dios, Jesús, es la Palabra misericordiosa del Padre, pronunciada sobre la humanidad; es la misericordia explícita del Padre, su declaración de amor al hombre; o, como dice el profeta, su «canción de amor» (cf. Ez. 33, 32); su poema más sublime y su prosa más realista. 
Sólo que la Palabra de Dios, a diferencia de la nuestra, no se la lleva el viento. Más bien, el mismo «Viento Divino» la trajo el día de la Anunciación y la trae siempre de nuevo al interior de las almas. 


Misericordia de obra: Dios Espíritu Santo
«La Palabra de Dios es viva y eficaz», dice la Biblia (Hb 4, 12). El Padre y el Hijo son misericordiosos mediante el Espíritu santificador y dador de vida. Se diría que el Espíritu Santo es la misericordia de Dios «en acción»: la que sana, reconstruye, sostiene, consuela, alienta, transforma e ilumina nuestra vida. Ella actúa sobre nuestra miseria humana para elevarla al rango que Dios Padre quiso darnos en Cristo: el de ser hijos de Dios. 
Ahora bien, las obras de Dios, a diferencia de las nuestras, siempre son amorosas. El Espíritu Santo actúa toda su potencia amorosa perdonando nuestros pecados en virtud del poder que Jesús confió a los apóstoles el domingo de su Resurrección. 
La fórmula de la absolución sacramental es una síntesis maravillosa de la «misericordia trinitaria»: «Dios Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo y derramó al Espíritu Santo para la remisión de los pecados te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». 


María, Madre de gracia, Madre de misericordia
Entre misterio y misterio del Rosario, suele intercalarse una bellísima jaculatoria: «María, Madre de gracia, Madre de misericordia: en la vida y en la muerte, ampáranos gran Señora». A Dios no podía pasar inadvertida una necesidad vital del ser humano: la de una Madre que lo ame cuando más lo necesita. Esta Madre es María. Ella es el espejo más nítido de la misericordia divina. En Ella encuentra refugio seguro el pecador, confiado al amparo de su gracia y de su misericordia. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.
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SEMANA SANTA

3/20/2016

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SEMANA SANTA

Jesús entró en Jerusalén. Fue una decisión valiente, pues bien sabía lo que le esperaba ahí. Él mismo se había referido a Jerusalén como la ciudad que «mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados» (Lc 13, 34). Por eso, aunque la liturgia celebra la «entrada triunfal» de Jesús en Jerusalén, no lo hace de manera ingenua. En la Misa de este día se lee ya el evangelio de su Pasión y Muerte. 
Jerusalén es mucho más que una ciudad. Es un lugar teológico. Es una referencia existencial para millones de creyentes. Allí nace la fe cristiana, y hacia allí se orienta la esperanza de quienes esperamos la «Jerusalén celestial» y ser contados entre sus ciudadanos, cuando venga de nuevo el Señor en su gloria. 
La conmemoración de la entrada de Jesús en Jerusalén es el pórtico de la Semana Santa. Así empiezan los días más significativos del año para los creyentes. Una entrada que evoca la firme resolución de Jesús de entrar, más que en una ciudad, en cada corazón, sin importarle si recibirá hosannas y alabanzas o, por el contrario, indiferencias y hostilidades.  
Porque habrá muchos que ni siquiera se percaten de que es «santa» esta semana, como tantos en Jerusalén en tiempos de Jesús: trabajarán como siempre; descansarán como siempre; se estresarán como siempre, se divertirán como siempre. Quizá no pocos se tomen algunos días de vacación en una playa, donde los primeros días de primavera ya prometen sol y cielos despejados; o visiten alguna gran ciudad que, al contrario de Jerusalén, tiene en esta semana días de serena calma. 
Otros vivirán esta semana entre fluctuaciones, titubeos, cambios repentinos de actitud, como también sucedió a los habitantes de Jerusalén. El domingo de ramos estaban del lado de Jesús, y el viernes santo pedían a gritos a Pilato: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» (Lc 23, 21). Así es nuestro corazón: un día aclama a Cristo y otro día pide su muerte. Así, cada corazón reproduce a su modo el drama de la Semana Santa. Porque cada corazón es traicionero, inestable, indeciso, y Jesús lo sabe. Aún así, Él toma la resolución de entrar; de correr riesgos; de exponerse al olvido, al maltrato, al rechazo en unos pocos días. Porque no le interesa su suerte; le interesa la nuestra. Y sabe que nuestro corazón fluctuante, quizá un día, al repasar esas huellas teñidas de sangre, reconozca como el centurión del Evangelio: «En verdad éste era el hijo de Dios», y pasó por mis veredas (cf. Mt 27, 54). 
Habrá quienes también –quizá los menos– vivan esta semana como los pocos discípulos que siguieron a Jesús hasta la cruz. Cada uno a su modo y según su muy personal afecto al Señor, compartió con él estos días de ignominia, de befa, de tristeza, de lágrimas y sangre, de perdones y de muerte. Fueron esos discípulos los que, concluido el drama del Calvario, volvieron a sus casas batiéndose el pecho, no con gesto farisaico sino con sincero arrepentimiento, reconociéndose no sólo espectadores sino también, por sus propios pecados, responsables de ese infeliz desenlace. 
Cada uno decida en su corazón cómo quiere vivir esta semana. Pero sepa que la alegría de la Pascua es una experiencia espiritual reservada para quienes dejaron entrar a Jesús en su corazón y vivieron con Él, desde ahí, cada uno de los dramas de la Semana Santa. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.

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TAMPOCO YO TE CONDENO

3/13/2016

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TAMPOCO YO TE CONDENO


Todos somos pecadores (cf. Rm 3, 9). A pesar de ello, o quizá precisamente por ello, solemos juzgar y condenar con suma facilidad a los demás. 
San Juan relata un hecho dramático. Escribas y fariseos traen a una mujer sorprendida en adulterio y la ponen ante Jesús. El libro del Levítico mandaba castigar este pecado con la muerte por lapidación (cf. Lv, 20, 10). Quizá esos mismos escribas y fariseos fueron los destinatarios de la parábola del hijo pródigo, tras criticar a Jesús por acoger a publicanos y pecadores. Ahora lo ponían a prueba. Ante un delito tipificado y sentenciado en la Escritura, ¿qué otra parábola misericordiosa podría inventar el Maestro sin violar la ley de Moisés?
Aunque ellos no lo entendieron así, Jesús no tardó en responder: se inclinó en silencio. Este inclinarse de Jesús era toda una revelación. Ponía en evidencia la debilidad de Dios ante la debilidad del hombre. «Él sabe –dice el salmo 103– de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo». Ante su criatura, herida por el pecado, el Creador se pone de rodillas, porque la ama; y porque la ama la comprende; y porque la comprende, la perdona. Jesús no dice una palabra. Sólo comprende y perdona. Y así nos recuerda que, sin una razón objetiva y proporcionada, nadie debe divulgar los defectos y fallos de los demás (cf. Catecismo de la Iglesia Católica n. 2477). 
Dice el evangelio que Jesús «escribía en tierra». ¿Qué escribía? No lo sabemos. Algunos piensan que escribía los pecados de los acusadores, para ayudarles a entrar en razón. Con todo, si uno abre la Biblia más atrás, encuentra pistas muy iluminadoras. La tierra simboliza el hombre en sus orígenes (cf. Gn 2, 7). El dedo de Jesús evoca el poder creador de Dios –basta recordar el fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina–. Si Jesús escribe con su dedo en la tierra, ¿no querrá decir que está «recreando» al ser humano; que le está infundiendo, como predijeron los profetas, un espíritu nuevo, un corazón nuevo; que está escribiendo una nueva ley, de amor, de misericordia y de perdón, en su corazón? Escribe Ezequiel: «Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36, 26). Y el profeta Jeremías: «Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer  31, 33). 
Pero los fariseos seguían esperando una respuesta. Jesús entonces «se incorporó». Es decir, se erigió ahora sí como juez supremo, con toda su potestad. La Biblia, esta vez más adelante, ofrece otra pista iluminadora para comprender la magnitud del gesto y de las palabras de Jesús: «Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo: “Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los  acusaba día y noche delante de nuestro Dios”» (Apoc. 12, 10). Los acusadores, quizá sin pretenderlo, estaban dando voz al Maligno y actuando según su espíritu. Jesús, para disuadirlos, no hizo más que hacerles entender que también ellos eran pecadores, y que también ellos necesitaban la misericordia divina. 
La mujer no se había atrevido siquiera a levantar la mirada para ver quién era su abogado en aquel amargo trance. Cuando lo hizo, descubrió el inimaginablemente compasivo rostro de Jesús, ante cuyos ojos no podía ni quería esconder ya ningún secreto. Sintió cómo toda su vida –y no sólo la vicisitud de esa mañana– se desplegaba, sanada y enmendada, ante Aquel que no vino a juzgar sino a salvar (cf. Jn 3, 17). Entonces escuchó las palabras más consoladoras que un ser humano, herido por sus propias faltas, puede escuchar de Dios, y las más coherentes que un ser humano, herido por las faltas ajenas, puede decir a los demás: «Tampoco yo te condeno». aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.

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CONVERTIBLES

3/6/2016

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CONVERTIBLES

​Lo primero que evoca la palabra «convertible» es un coche descapotable. En realidad, el adjetivo debería aplicarse sobre todo al hombre. Porque sólo él puede entrar en sí mismo, juzgar los propios pensamientos, afectos y decisiones, y convertirse. La filosofía llama a esta capacidad de ensimismamiento «reditio completa»; la psicología, «introspección»; la teología espiritual, «examen de conciencia». 
La Biblia, en sus diversas traducciones, ofrece significados y matices interesantes. La Vulgata (traducción latina de la Biblia) habla de «conversio» en el sentido de «cambio moral». La versión griega usa la palabra «metanoia», que significa «cambio de mentalidad». El hebreo, quizá menos conceptual y más vivencial, utiliza el término «shub», que expresa la idea de «volver», «regresar». 
La parábola del hijo pródigo, con una narrativa estupenda, hace suya sobre todo esta realidad. Su trama es profundamente humana y teológica, de una precisión y belleza extraordinarias; una verdadera obra maestra. 
Dice la parábola que el joven se fue a un país lejano. Porque eso es el pecado: una tierra extraña y hostil al ser humano. En ella, el hombre será siempre foráneo. Así se alejó también de su casa, de los suyos, para ponerse al servicio de tiranos: de quienes le incitaron a pecar, de quienes le hicieron pagar las facturas y luego le impusieron una humillante esclavitud. De «hijo de papá» –en el mejor sentido–terminó en apacentador de cerdos. Se alienó en tal manera que no se reconocía ya a sí mismo. Más que malgastar sus bienes, se malgastó a sí mismo y desfiguró su identidad. La terrible indigencia al final de su aventura le mostró cuán miserable hace el pecado al hombre, y cuán insatisfecho lo deja. 
Estando así las cosas, el joven «entró en sí». Éste es el primer paso de toda conversión. Constató su deplorable situación y cómo en casa de su padre había pan de sobra mientras él se moría de hambre. En este monólogo interior, que supuso la dolorosa pero saludable aceptación de sus errores, empezó a escuchar una voz que le decía con creciente insistencia: «¡Vuelve! ¡Regresa!». Se levantó y emprendió el camino de regreso. Estaba todavía lejos –le faltaba de seguro mucho recorrido interior para convertirse del todo– cuando el Padre lo vio, se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y –según la edición crítica de J.M. Bover y J. O’Callahan– literalmente «se lo comió a besos». 
El resto de la parábola lo conocemos. Convertirse significó para aquel joven dejar una tierra extraña y volver a casa; dejar de ser esclavo y volver a ser hijo; dejar de apacentar vicios y volver a ser dueño de sí mismo; dejar de abusar de las creaturas y volver a disfrutarlas.
Los expertos en desarrollo personal dicen que para lograr un cambio profundo en la vida hace falta que éste se vincule con tres cosas: un valor primario, una verdad y una firme esperanza. Jesús, con su parábola, se les adelantó por siglos: el valor primario es Dios; la verdad es que somos sus hijos; y la firme esperanza es que ese Dios es un Padre inagotablemente misericordioso.
Hace algún tiempo atendí en el confesionario a un niño de unos ocho años. Cuando terminó su confesión, llena de candor y transparencia, le di la absolución. Entonces se levantó del reclinatorio y, antes de salir, se plantó enfrente de mí y dijo emocionado: «Padre: ¿te digo qué? ¡Me siento liberado!».
Convertirse es una experiencia liberadora y gozosa. Estamos a mitad de la Cuaresma. Y todos somos convertibles. Es tiempo de entrar cada uno en sí mismo, constatar lo que pueda tenerle lejos de la casa del Padre, y animarse a regresar, seguro de encontrar a un Dios que no sabe escuchar nuestros pecados sino sólo abrazar, besar y reparar con magnanimidad todos los daños. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.

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RENDICIÓN DE CUENTAS

2/28/2016

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RENDICIÓN DE CUENTAS


Rendir cuentas siempre ayuda. Lo sugiere una sana comprensión de la condición humana. La exigencia propicia mejores comportamientos y resultados, mientras que la falta de exigencia es terreno fértil para trácalas y fraudes. No sin motivo, la rendición de cuentas se ha impuesto ya como práctica habitual en muchos ámbitos, como el político y el empresarial. 
También Dios nos pide cuentas. Y lo hace porque nos ama y quiere vernos realizados. Habiendo dado a cada uno lo necesario para una vida fecunda, Dios es justo y misericordioso cuando nos pide resultados. De esta exigencia nadie se libra. Porque hasta la persona más enferma y desvalida está llamada a dar frutos –y quizá más– con una actitud de aceptación y ofrecimiento. 
Para ejercer esta exigencia, Dios se sirve de múltiples recursos. El primero es nuestra conciencia. Ella interroga de continuo a nuestro corazón para ayudarnos a ver si hemos sido magnánimos o mezquinos, esforzados o mediocres, tacaños o generosos. Otras veces, Dios se sirve de quienes tienen alguna autoridad sobre nosotros: papás, jefes, maestros, entrenadores, incluso nuestros hermanos y amigos. También aquí se muestra el amor de Dios. Porque cuanto más nos ama alguien, más nos exige. «Quien bien te quiere, te hará llorar», dice un refrán. 
Recuerdo una impactante escena de la película Facing the Giants. El entrenador de un equipo de futbol americano juvenil retó a sus muchachos a darlo todo por Dios en cada partido, sin importar el resultado. Más que al contrincante, debían vencer los desalientos y las barreras mentales. En un entrenamiento, llamó a su jugador más escéptico para hacerle avanzar a gatas con otro jugador a cuestas. Normalmente se llega a recorrer así sólo veinte o treinta yardas. El entrenador retó a este jugador a dar más. Le vendó los ojos y lo hizo avanzar, exigiéndole a cada yarda: «¡Dámelo todo! ¡Puedes dar más! ¡Sigue, no te detengas!». Al quitarle la venda, el muchacho miró sorprendido hacia atrás: ¡había recorrido las cien yardas! 
Todos damos más cuando nos exigen más. Dios sabe esto mejor que nadie. Por eso nos exige crecer, dar más, alcanzar una mejor versión de nosotros mismos. Al mismo tiempo, Dios conoce nuestras posibilidades reales. Por eso exige a cada uno sólo y todo lo que puede dar. Ni un centímetro más. Pero tampoco un centímetro menos. 
Pero así como sabe Dios de exigencia, también sabe de paciencia. En lugar de arrancar nuestra vida cuando no da frutos, interviene, hace algo para que dé fruto. Y espera de nuevo. Es muy hermosa, en este sentido, la actitud de Jesús cuando, asumiendo la figura de un labrador, ruega al Dueño de la viña que tenga paciencia (cf. Lc 13, 7-9). Él intercede ante el Padre para que nos deje «un año más…», para quizá pedir lo mismo el siguiente año. Pero mientras pide paciencia, también promete aflojar la tierra y abonarla. La tierra se afloja con picos y azadones, y se abona con estiércol. No debería extrañarnos que Jesús haga lo mismo con nuestra vida: la afloja con sufrimientos y la abona con humillaciones. Los sufrimientos nos ablandan y las humillaciones nos purifican. Sólo entonces, con el corazón blando y la intención pura, podemos dar mejores frutos: los que glorifican a Dios y alimentan a los demás.
María es el modelo perfecto de la humanidad que da su mejor fruto. Ella entregó a Dios su virginidad y Dios entregó a María la maternidad. Así germinó el mejor fruto de la historia: el Fruto Bendito de su vientre, Jesús. María nos obtenga la gracia de poner a disposición de Dios nuestra pobre tierra, para que Él la ablande y abone, y haga germinar así los frutos que Él quiera. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.

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PARA ALCANZAR LA META

2/21/2016

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PARA ALCANZAR LA META

El triatlón está de moda. Millones de personas participan cada año en cualquiera de sus modalidades. Como su nombre indica, el triatlón se compone de tres pruebas: nado, bicicleta y carrera, con distancias variables según se trate de un Sprint, de un triatlón clásico o de un Ironman. En cualquier caso, nadie participa sin ser un verdadero atleta, porque la competición exige altas dosis de disciplina, sacrificio y estrategia. 
La analogía con la vida es casi perfecta: una larga carrera, con pruebas muy variadas. La vida invita a ser atletas, es decir, a «competir por un premio», como indica la etimología griega. Quizá la única diferencia es que en la vida nadie sabe de cuántos kilómetros será su recorrido. 
Lo primero que enseña un triatlón es la importancia de soñar y acariciar la meta. Los videos promocionales se concentran en lo que ocurre en uno y otro lado de esa línea: gente que la atraviesa todavía con paso fresco; otros la cruzan sí, felices, pero no sin sufrimiento; y también los hay que llegan a rastras a la meta. En cualquier caso, rondan siempre por ahí las emociones fuertes, las risas y el llanto, los abrazos y las manos erguidas en señal de victoria. 
La cuaresma recuerda a los cristianos que también la vida consta de tres pruebas: oración, sacrificio y caridad. Y Jesús, cuando se transfiguró en el Monte Tabor, hizo las veces de «entrenador experto» para que Pedro, Santiago y Juan entendieran esta lección. Al transfigurarse, Jesús puso ante los ojos de sus apóstoles la gran meta. Quiso que vieran por un instante la gloria que les esperaba si se mantenían fieles. Algo parecido hace Dios cuando nos concede un instante de profundo gozo, de pequeñas transfiguraciones que a veces nos ocurren en un rato de oración, en una visita al Santísimo, en un retiro espiritual. 
La segunda lección de los triatlones es la necesidad de meterse de lleno en la carrera. Los triatlonistas madrugan, entrenan en condiciones adversas, hacen dietas, siguen disciplinas y horarios muy estrictos. Ya en la carrera, las ampollas son lo de menos. Muchos dolores van y vienen. Y a partir de cierto punto, las molestias llegan para quedarse por el resto de la prueba. También la vida tiene exigencias parecidas. La experiencia de la transfiguración no se dio sin el esfuerzo de subir el Monte Tabor, sin concentrar la mirada en Jesús, sin purificar todo apego para poder decir: «¡Qué bien se está aquí!». 
La tercera lección de un triatlón es la de avanzar siempre, pase lo que pase. Se puede ajustar el paso, alentar el ritmo, pero detenerse, jamás. La carrera no es contra los demás sino contra el tiempo. Hay un límite para cubrir la distancia. Lo mismo hay que decir de la vida. Nuestras horas y minutos están contados. Hay que tener la mentalidad del corredor que aprovecha cada segundo para dar un paso más y acercarse a la meta. Porque el hombre es «viator», peregrino por esencia, como decía el filósofo francés Gabriel Marcel. Muchos siglos antes, san Pablo describió así su propia experiencia: «Una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que  está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús» (Fil. 3, 13-14). Y también, buen conocedor de los deportes de la época, escribió en otra carta: «Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible» (1 Cor. 9. 25). 
La cuaresma tiene sus etapas. Y en cada una de ella, Dios nos invita a redoblar el paso, a no cejar en el esfuerzo hasta completar las tres pruebas: oración, sacrificio y caridad. Dios quiera que cada uno, a su paso, a su ritmo, avance por la ruta de la vida, que consiste en morir de muchas maneras para alcanzar la vida eterna.
aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.

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