
Alejandro Ortega Trillo
Hay un tipo de alegría que sólo se experimenta “de camino” hacia un bien que nos espera. El hombre es un ser en continua tensión hacia el futuro. No es de extrañar que a veces le resulte tan feliz el tiempo de la espera como el de la realización. Los reyes magos son el paradigma de este tipo de alegría.
Ellos se llenaron de gozo mucho antes de encontrar a Cristo. Les bastó mirar su estrella y seguirla. Dice el Evangelio: “y al ver la estrella, se regocijaron con muy grande gozo”. Las esperas pueden ser, en realidad, torturantes o gozosas, fecundas o estériles, motivadoras o paralizantes. Mucho depende de la actitud con que se vivan. La de los magos fue una espera abierta, dinámica, motivadora, casi ingenua. Nunca dudaron que la estrella era verdadera, que el camino era correcto, que, tras un largo recorrido, quizá de años, encontrarían al nuevo Rey. El tiempo que hiciera falta no importaba; sus cofres irían siempre preparados.
Muchos buscan la felicidad, pero pocos son capaces de esperarla. La prisa ha invadido también el sector de la alegría, cuyo seguimiento se rige por el principio del “paso a paso”, del descubrimiento paulatino. Por eso, nada más ajeno a la alegría que la urgencia y la impaciencia. Bien dicen que la hora del fracaso llega a veces por querer anticipar demasiado la del éxito.
Mientras contemplaba desde mi ventana los fuegos artificiales en la hora cero del nuevo año, me preguntaba cuántos de esos truenos no eran sino gritos de una añoranza frustrada, de una felicidad que no llegó en el año que se va y de una agonizante esperanza que no quiere verse defraudada en el que llega.
Los magos nos enseñan que, para los ojos que buscan las estrellas, siempre hay rumbo, siempre alguna brecha, aunque sea en medio de la oscuridad. El peligro, en todo caso, es no alzar la mirada a lo alto, y quedarse con los ojos sólo puestos en la tierra. “Buscad las cosas de arriba, no las de la tierra”, exhortaba san Pablo a los colosenses.
Posiblemente el nuevo año haga crecer el número de ateos y agnósticos en el mundo. Los primeros niegan la existencia de Dios; los segundos, su certeza. En cualquier caso, quizá eso se debe al hecho de que a buena parte de la humanidad le falta cielo y le sobra tierra. Los recursos informáticos nos concentran demasiado sobre lo que ocurre aquí abajo. Y aunque también hay potentes telescopios orientados hacia arriba, tal vez no se sabe mirar las estrellas. La religión del siglo XXI parece cada vez más humana y menos divina; más inmanente y menos trascendente; más horizontal y menos vertical. Una religión así, además de ser una farsa, no puede sino desembocar en la tristeza.
El miedo es otras veces lo que nos frena. Miedo a creer; miedo a que haya un Dios; miedo a que pueda haber nacido, en alguna parte, un Rey destinado a gobernar nuestras vidas. Y entonces se nos turba el corazón, como se turbó el de Herodes, por no entender que su gobierno no viene a suplantar ninguna verdadera libertad humana, sino a darle contenido y a orientarla hacia su realización auténtica.
El Papa Francisco, en la oración conclusiva de su exhortación Evangelii Gaudium, pide a María que nos dé a todos “la santa audacia de buscar nuevos caminos para que llegue a todos el don de la belleza que no se apaga”. Porque la belleza y la alegría, en lo más profundo de sus significados, se entremezclan. De hecho, como decía el gran teólogo suizo Hans Urs von Balthasar, lo primero que percibimos del misterio de Dios no es su verdad sino su belleza. Fue lo que le sucedió a los magos cuando vieron aquella estrella. De su belleza brotó para ellos una incomparable alegría; como de su luz, una imperturbable certeza.
aortega@legionaries.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.