
LA ORACIÓN MÁS PURA
Alejandro Ortega Trillo
Llegó por fin el triunfo de Jesús. Al menos eso parecía. Tanto que los fariseos decían: “Ya veis que no adelantamos nada. Ya veis que todo el mundo se va en pos de Él” (Jn 12, 19). La puerta litúrgica de la Semana Santa se abre con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Sobre un asno, es aclamado con mantos, ramos y vítores que le atribuyen la categoría mesiánica del “hijo de David” y “Rey de Israel”.
Hoy sabemos que ese reconocimiento tan glorioso no duraría mucho tiempo; que pocos días después, otra muchedumbre –o quizá esa misma– pediría a gritos a Pilato: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”. Aun así, vale la pena rescatar y meditar una expresión que aquel día brotó emocionada de tantos labios: “¡Hosanna!”.
Esta palabra atravesó los siglos y las lenguas –del arameo al castellano, pasando por el hebreo, el griego y el latín– casi incólume, conservando su fonética original. Su significado literal era “¡Sálvanos pronto!”. Pero según las investigaciones bíblicas y el contexto del evangelio, el “¡Hosanna!” de tiempos de Jesús era más bien una expresión de júbilo, casi una interjección; eso sí, con una fuerte carga laudatoria. Aquella multitud sabía lo que hacía.
El domingo de ramos pone de relieve un elemento clave de la oración cristiana: la alabanza. Ese tipo de oración que no pide nada, que no implora favores, que ni siquiera es, en estricto sentido, una acción de gracias. La alabanza “canta a Dios por sí mismo y le da gloria por lo que Él es” –dice el Compendio del Catecismo (n.556).
En nuestros días, quizá no todos ven con buenos ojos ciertas formas de alabanza que se expresan con acentos y tonos que pueden parecer desmesurados. Pero a Dios no le molestan; todo lo contrario, según aquello que dijo Jesús a los fariseos: “si ellos callan, gritarán las piedras” (Lc 19, 40).
Ahora bien, la alabanza puede tomar muchas formas. Lo importante es que cada uno ore y adore al Señor según la inspiración del Espíritu y su propia sensibilidad. Se puede alabar a Dios con palmas, panderos y trompetas y también con un corazón en silencio, con un alma que sólo admira y respeta.
Se alaba al Señor por las maravillas que obra a favor nuestro. La alabanza es el fruto maduro de la acción de gracias. Algo así ocurrió aquel domingo de ramos: “la muchedumbre de los discípulos comenzó a alabar alegre a Dios a grandes voces por todos los milagros que habían visto” (Lc19, 37).
Tampoco hoy faltan motivos para alabar a Dios, si no por sus milagros sí por su ininterrumpido quehacer en nuestra vida. Tal vez no sea exagerado afirmar que “todo” en nosotros es un milagro: la respiración, los latidos del corazón, el perseverante fluir de la sangre por nuestros capilares hasta la por PECIAL cuerpo.
rrado intercstros capilares hasta la en la propia vida. fuerzas. El alboroto l mtrigo, que enterrado intercúltima célula del cuerpo. Alabar a Dios por sus obras y beneficios –patentes u ocultos– siempre será justificado y nunca suficiente.
Pero el clímax de la alabanza se da cuando la intervención o “permisión” de Dios no resulta según nuestras expectativas y deseos. Más aún, cuando no vemos intervención alguna. Entonces la alabanza es la actitud más desinteresada y, por lo mismo, la oración más pura. Se alaba a Dios porque es Dios y basta.
Quizá la oración más conocida en esta línea es el “Cántico de las creaturas” de San Francisco de Asís. Abre su oración con un “Altísimo y omnipotente buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición” y sigue una letanía de alabanzas por cada criatura: todas son hermanas, todas son bienvenidas –sin excluir la enfermedad, la tribulación y la muerte–.
Ojalá que este domingo de ramos brote de nuestro corazón un exultante “¡Hosanna!”, que sea al mismo tiempo súplica de salvación y sincera alabanza. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.
Alejandro Ortega Trillo
Llegó por fin el triunfo de Jesús. Al menos eso parecía. Tanto que los fariseos decían: “Ya veis que no adelantamos nada. Ya veis que todo el mundo se va en pos de Él” (Jn 12, 19). La puerta litúrgica de la Semana Santa se abre con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Sobre un asno, es aclamado con mantos, ramos y vítores que le atribuyen la categoría mesiánica del “hijo de David” y “Rey de Israel”.
Hoy sabemos que ese reconocimiento tan glorioso no duraría mucho tiempo; que pocos días después, otra muchedumbre –o quizá esa misma– pediría a gritos a Pilato: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”. Aun así, vale la pena rescatar y meditar una expresión que aquel día brotó emocionada de tantos labios: “¡Hosanna!”.
Esta palabra atravesó los siglos y las lenguas –del arameo al castellano, pasando por el hebreo, el griego y el latín– casi incólume, conservando su fonética original. Su significado literal era “¡Sálvanos pronto!”. Pero según las investigaciones bíblicas y el contexto del evangelio, el “¡Hosanna!” de tiempos de Jesús era más bien una expresión de júbilo, casi una interjección; eso sí, con una fuerte carga laudatoria. Aquella multitud sabía lo que hacía.
El domingo de ramos pone de relieve un elemento clave de la oración cristiana: la alabanza. Ese tipo de oración que no pide nada, que no implora favores, que ni siquiera es, en estricto sentido, una acción de gracias. La alabanza “canta a Dios por sí mismo y le da gloria por lo que Él es” –dice el Compendio del Catecismo (n.556).
En nuestros días, quizá no todos ven con buenos ojos ciertas formas de alabanza que se expresan con acentos y tonos que pueden parecer desmesurados. Pero a Dios no le molestan; todo lo contrario, según aquello que dijo Jesús a los fariseos: “si ellos callan, gritarán las piedras” (Lc 19, 40).
Ahora bien, la alabanza puede tomar muchas formas. Lo importante es que cada uno ore y adore al Señor según la inspiración del Espíritu y su propia sensibilidad. Se puede alabar a Dios con palmas, panderos y trompetas y también con un corazón en silencio, con un alma que sólo admira y respeta.
Se alaba al Señor por las maravillas que obra a favor nuestro. La alabanza es el fruto maduro de la acción de gracias. Algo así ocurrió aquel domingo de ramos: “la muchedumbre de los discípulos comenzó a alabar alegre a Dios a grandes voces por todos los milagros que habían visto” (Lc19, 37).
Tampoco hoy faltan motivos para alabar a Dios, si no por sus milagros sí por su ininterrumpido quehacer en nuestra vida. Tal vez no sea exagerado afirmar que “todo” en nosotros es un milagro: la respiración, los latidos del corazón, el perseverante fluir de la sangre por nuestros capilares hasta la por PECIAL cuerpo.
rrado intercstros capilares hasta la en la propia vida. fuerzas. El alboroto l mtrigo, que enterrado intercúltima célula del cuerpo. Alabar a Dios por sus obras y beneficios –patentes u ocultos– siempre será justificado y nunca suficiente.
Pero el clímax de la alabanza se da cuando la intervención o “permisión” de Dios no resulta según nuestras expectativas y deseos. Más aún, cuando no vemos intervención alguna. Entonces la alabanza es la actitud más desinteresada y, por lo mismo, la oración más pura. Se alaba a Dios porque es Dios y basta.
Quizá la oración más conocida en esta línea es el “Cántico de las creaturas” de San Francisco de Asís. Abre su oración con un “Altísimo y omnipotente buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición” y sigue una letanía de alabanzas por cada criatura: todas son hermanas, todas son bienvenidas –sin excluir la enfermedad, la tribulación y la muerte–.
Ojalá que este domingo de ramos brote de nuestro corazón un exultante “¡Hosanna!”, que sea al mismo tiempo súplica de salvación y sincera alabanza. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.