
LA RESPUESTA
P. Alejandro Ortega Trillo, L.C.
“Tremendum et fascinans”son los adjetivos con que describe Rudolf Otto lo divino –lo “numinoso”– y el efecto que ejerce sobre el hombre: miedo y atracción irresistibles. Experto en religiones comparadas, Otto afirma esto desde su fría óptica como fenomenólogo de la religión; es decir, desde la perspectiva de quien sólo constata hechos –“fenómenos”– observando sin prejuicios las diversas religiones: cada una expresa a su modo esa doble fuerza de lo divino sobre el hombre, sin importar las peculiaridades culturales.
Pero la fenomenología no basta. Ella constata, no pregunta. En cambio el hombre es un insaciable “porqué”. Desde que es “sapiens”, el hombre es también “interrogans”. Y así, preguntando, el hombre ha encontrado no pocas respuestas gracias al poder de su inteligencia que penetra los fenómenos, interrogándolos, y descubre su naturaleza profunda, la “ley interior” de cada cosa. Es el gran legado de las ciencias. Sin embargo, siempre queda en pie la pregunta más fundamental de todas. La que tiene que ver con el origen y el destino de su propio ser; la que cuestiona el sentido último de todo lo que anhela, sueña, labra, goza y sufre. De hecho, el hallazgo de Otto descubre ya, en cierto modo, esa estructura interior del ser humano, su apertura más radical, el grito que nace de sus paradojas y perplejidades más profundas.
Es cierto que la razón humana es capaz de encontrar, aunque sea a tientas, una respuesta suficiente, si bien nunca exhaustiva ni exenta de error. Quizá por eso, quizá sólo por una “corazonada” –que la Iglesia llama “misterio de sabiduría infinita”–, Dios tuvo a bien revelarse al hombre como la Respuesta última, definitiva, a todo lo que él es y vive. Cierto, Dios revela al hombre sólo un “fragmento” de su esplendor; el que somos capaces de resistir; el que necesitamos para vivir –como señaló magistralmente en 1998 el entonces cardenal Joseph Ratzinger en una conferencia en la Universidad de Navarra–.
Jesús, en su primera aparición pública, anticipa y sintetiza en una frase el núcleo de esta revelación: “el Reino de los cielos está cerca”. Hoy sabemos que ese Reino no es un castillo de arena –es decir, una estructura humana que, como tal, tendería siempre a derrumbarse–. Ese Reino es un Evento, una Presencia nueva, una Persona, un Dios que se nos acerca como Potencia siempre transformante. Esa Potencia que tocó el barro y lo hizo humano; tocó al hombre y lo hizo santo; tocó el agua y la hizo vino; tocó el vino y lo hizo Sangre; tocó a un ciego y lo hizo luz; tocó a una mujer sedienta y la hizo fuente.
El Dios que Jesús trajo “personalmente” al mundo, sin dejar de ser “tremendum et fascinans”, es Padre y Amigo, Defensor y Consuelo, Pastor y Médico. El Reino de los cielos es un Dios que se acerca, sobre todo, a nuestros desamparos, problemas, infortunios, pecados y dilemas; tanto que terminamos por agradecerlos. El Reino de los cielos es un Dios que está cerca de todo corazón que siente la fatiga de seguir latiendo; de toda inteligencia que se topa con más dudas que certezas; de toda voluntad que ya no sabe de dónde le vendrá la fuerza. Convertirse significa, en cierto modo, convocar siempre de nuevo todas nuestras preguntas, debilidades y carencias, y confrontarlas con esta Respuesta.
Pero Dios es Respuesta que a su vez pregunta, llama, invita. Él es Respuesta y Pregunta al mismo tiempo. De este modo, revelándose a Sí mismo como un Reino que interpela, crea el espacio para que aflore lo mejor de cada uno: nos hace capaces no sólo de formular preguntas sino también –a imagen suya– de hacer de nuestra vida una respuesta.
P. Alejandro Ortega Trillo, L.C.
“Tremendum et fascinans”son los adjetivos con que describe Rudolf Otto lo divino –lo “numinoso”– y el efecto que ejerce sobre el hombre: miedo y atracción irresistibles. Experto en religiones comparadas, Otto afirma esto desde su fría óptica como fenomenólogo de la religión; es decir, desde la perspectiva de quien sólo constata hechos –“fenómenos”– observando sin prejuicios las diversas religiones: cada una expresa a su modo esa doble fuerza de lo divino sobre el hombre, sin importar las peculiaridades culturales.
Pero la fenomenología no basta. Ella constata, no pregunta. En cambio el hombre es un insaciable “porqué”. Desde que es “sapiens”, el hombre es también “interrogans”. Y así, preguntando, el hombre ha encontrado no pocas respuestas gracias al poder de su inteligencia que penetra los fenómenos, interrogándolos, y descubre su naturaleza profunda, la “ley interior” de cada cosa. Es el gran legado de las ciencias. Sin embargo, siempre queda en pie la pregunta más fundamental de todas. La que tiene que ver con el origen y el destino de su propio ser; la que cuestiona el sentido último de todo lo que anhela, sueña, labra, goza y sufre. De hecho, el hallazgo de Otto descubre ya, en cierto modo, esa estructura interior del ser humano, su apertura más radical, el grito que nace de sus paradojas y perplejidades más profundas.
Es cierto que la razón humana es capaz de encontrar, aunque sea a tientas, una respuesta suficiente, si bien nunca exhaustiva ni exenta de error. Quizá por eso, quizá sólo por una “corazonada” –que la Iglesia llama “misterio de sabiduría infinita”–, Dios tuvo a bien revelarse al hombre como la Respuesta última, definitiva, a todo lo que él es y vive. Cierto, Dios revela al hombre sólo un “fragmento” de su esplendor; el que somos capaces de resistir; el que necesitamos para vivir –como señaló magistralmente en 1998 el entonces cardenal Joseph Ratzinger en una conferencia en la Universidad de Navarra–.
Jesús, en su primera aparición pública, anticipa y sintetiza en una frase el núcleo de esta revelación: “el Reino de los cielos está cerca”. Hoy sabemos que ese Reino no es un castillo de arena –es decir, una estructura humana que, como tal, tendería siempre a derrumbarse–. Ese Reino es un Evento, una Presencia nueva, una Persona, un Dios que se nos acerca como Potencia siempre transformante. Esa Potencia que tocó el barro y lo hizo humano; tocó al hombre y lo hizo santo; tocó el agua y la hizo vino; tocó el vino y lo hizo Sangre; tocó a un ciego y lo hizo luz; tocó a una mujer sedienta y la hizo fuente.
El Dios que Jesús trajo “personalmente” al mundo, sin dejar de ser “tremendum et fascinans”, es Padre y Amigo, Defensor y Consuelo, Pastor y Médico. El Reino de los cielos es un Dios que se acerca, sobre todo, a nuestros desamparos, problemas, infortunios, pecados y dilemas; tanto que terminamos por agradecerlos. El Reino de los cielos es un Dios que está cerca de todo corazón que siente la fatiga de seguir latiendo; de toda inteligencia que se topa con más dudas que certezas; de toda voluntad que ya no sabe de dónde le vendrá la fuerza. Convertirse significa, en cierto modo, convocar siempre de nuevo todas nuestras preguntas, debilidades y carencias, y confrontarlas con esta Respuesta.
Pero Dios es Respuesta que a su vez pregunta, llama, invita. Él es Respuesta y Pregunta al mismo tiempo. De este modo, revelándose a Sí mismo como un Reino que interpela, crea el espacio para que aflore lo mejor de cada uno: nos hace capaces no sólo de formular preguntas sino también –a imagen suya– de hacer de nuestra vida una respuesta.