
Alejandro Ortega Trillo
La oscuridad es el preludio de muchas oraciones. Hellen Keller quedó ciega y sorda a los diecinueve meses de edad. No obstante esta grave limitación, aprendió a escribir. Según sus biógrafos, aprendió los nombres de las cosas que podía tocar; aprendió a “hablar” y a “escuchar” con las manos. Escribió, entre otros, un libro titulado Luz en mi oscuridad. “Nadie puede comprender el secreto de su desarrollo –escribió Paul Sperry– sin conocer algo de su fundamento espiritual. Para ella la religión era una manera de vivir día a día, y la vida espiritual era tan real y práctica como la vida natural”. También san Francisco de Asís, ya casi ciego, dio a luz el más célebre de sus escritos: el Cántico de las creaturas.
Quizá nos hemos preguntado alguna vez por qué Dios permite la oscuridad en ciertas vidas. Pensándolo bien, cabría preguntarse por qué Dios permite momentos de oscuridad en todas las vidas. Porque no hay un sola que sea siempre clara y luminosa, sin nubarrones oscuros ni momentos de tinieblas.
El Evangelio presenta un caso que puede darnos una respuesta. Se llamaba Bartimeo. El evangelista no explica el origen de su ceguera, ni si era de nacimiento o había quedado ciego. En cualquier caso, el drama de la ceguera es terrible. Sólo de imaginar esa posibilidad, a más de alguno le sobreviene el espanto y el descorazonamiento.
Sin embargo, no toda oscuridad es mala. De hecho, ella permite que ciertas luces brillen con más fuerza. En el ámbito espiritual, la oscuridad suele despertar la atención del alma; la vuelve más alerta. Así fue como Bartimeo: apenas supo que Jesús pasaba, empezó una súplica fuerte e insistente. Es sabido que cuando falta un sentido, cuando se experimenta una discapacidad, se agudizan los demás sentidos; pero también se agudiza el alma. Quizá por eso dijo alguna vez el célebre predicador francés Enrique Lacordaire: “La adversidad descubre al alma luces que la prosperidad no llega a percibir”.
En segundo lugar, la oscuridad pone en las almas una prontitud especial para responder a las llamadas de Dios. Dice el Evangelio que apenas oyó el ciego que Jesús lo llamaba, arrojó su capa y de un brinco se puso en pie para acudir –aunque fuera tropezando y a tientas– hasta Jesús. Quizá algo parecido experimentan las almas místicas que atraviesan las “noches oscuras” del alma. Se vuelven dóciles y prontas para responder a los más suaves llamados del Amado en su corazón.
Por último la oscuridad genera, como por efecto del contraste, un profundo gozo y admiración cuando finalmente aparece la luz. Bartimeo tuvo de pronto ante sus ojos el mismo universo que nosotros tenemos a la vista todos los días. Vio el cielo, las nubes y el resplandor del sol; las montañas, y el primer atardecer de su vida. Más tarde, por primera vez vio la luna y las estrellas; y, tal vez después de pasar toda la noche en vela –no era para menos el espectáculo– su primer amanecer. Todo, absolutamente todo, le pareció maravilloso, admirable. La luz de la admiración es una visión nueva del mundo, una capacidad de asombrarse incluso ante lo más ordinario. Esa luz requiere unos ojos nuevos, que habiendo pasado la prueba de la oscuridad, han quedado habilitados para redescubrir la belleza de toda la creación que es también, a su modo, revelación de Dios.
Añade el Evangelio que Bartimeo siguió desde entonces a Jesús. Su vista recién estrenada no le impidió ver que toda esa belleza y toda esa luz que ahora tenía delante eran poca cosa comparadas con Jesús, Luz verdadera. Se dio cuenta, en definitiva, de que la fe ve más que los ojos, y de que, como alguna vez dijo el Papa Benedicto XVI, “quien sólo ve lo que sus ojos ven, es un pobre ciego”. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.