
¿ME AMAS?
Esta pregunta suele ser incómoda. Sobre todo cuando amenaza con evidenciar la desigualdad de dos amores. Jesús se la hizo a Pedro. El último capítulo del evangelio de san Juan gira en torno a esta pregunta, que no tiene nada de curiosidad ni de ignorancia. Jesús sabía muy bien –y mucho mejor que el mismo Pedro– cuánto amor había en el corazón del primer Papa. La pregunta es una provocación. Pedro necesitaba terminar de convertirse, de «volver» a Jesús y de consolidar su vocación. Jesús le había predicho en la Última Cena: «Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32). Pedro había vuelto ya, pero necesitaba una pregunta así, que le ayudara a sopesar de algún modo la variable más determinante para su vida y su misión: el amor.
Jesús es médico. Cuando pregunta «¿me amas?», ausculta el corazón. Sabe que el amor humano rara vez es puro. Suele tener casi siempre algo de necesidad, de egoísmo, de auto-referencia. Al preguntar: «¿Me amas?» pone en evidencia que el amor a Él es la condición para amar en serio a los demás: a la esposa, al hijo, al hermano, a la novia, al amigo y hasta al enemigo, como pide Dios. No existe amor puro si no pasa por Jesús. Sólo por Cristo, con Él y en Él podemos amar con sinceridad a los demás.
Jesús también es mendigo. Por eso pregunta de nuevo: «¿Me amas?». Sólo los enamorados se preguntan si los aman. Un enamorado es un necesitado de amor. Jesús a veces tiene que hurgar en nuestro corazón, como los mendigos en los tambos de basura, para ver si queda algo para Él. Hasta ahí llega su necesidad de nuestro amor. Porque nadie como Jesús vivió hasta sus últimas consecuencias la necesidad de amar y ser amado. La sed es un símbolo que utiliza el evangelista Juan para mostrar esta realidad: «Jesús puesto en pie, gritó: “¡Si alguno tiene sed, venga a mí y beba!”» (Jn 7, 37). Y ya en la cruz, Jesús dice «¡Tengo sed!» (Jn 19, 28). «Jesús tiene sed de que tengamos sed de Él», dirá san Agustín. Él está detrás de cada amor que llega, toca nuestra puerta y pregunta: «¿Me amas?».
Jesús es un motivador. Pregunta por tercera vez: «¿Me amas?». Él sabe que el corazón humano se cansa de amar; que la fatiga del corazón es algo muy real en nuestra vida. Cuando el Amor pregunta si lo amamos, pone a prueba el aguante y la constancia de nuestro corazón. Al mismo tiempo, le ofrece la única manera de perseverar en el amor: ¡amándolo a Él! El amor a Jesús ha sido, es y seguirá siendo la motivación de todos los amores que van más allá de la etapa de las “maripositas”. Dicho de otra manera, para amar indefinidamente a los demás hay que amar muy definidamente a Jesús.
San Juan Pablo II solía decir que María es la Madre del amor hermoso. Ella sabe que la pregunta de su Hijo sigue abierta; se dirige a cada corazón y en torno a ella gira toda vida humana. Vale la pena poner el corazón en sus manos de Madre, y así responder a Jesús, como Pedro, muy conscientes de nuestras negaciones, pero también muy confiados en su gracia: «Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo». aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.
Esta pregunta suele ser incómoda. Sobre todo cuando amenaza con evidenciar la desigualdad de dos amores. Jesús se la hizo a Pedro. El último capítulo del evangelio de san Juan gira en torno a esta pregunta, que no tiene nada de curiosidad ni de ignorancia. Jesús sabía muy bien –y mucho mejor que el mismo Pedro– cuánto amor había en el corazón del primer Papa. La pregunta es una provocación. Pedro necesitaba terminar de convertirse, de «volver» a Jesús y de consolidar su vocación. Jesús le había predicho en la Última Cena: «Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32). Pedro había vuelto ya, pero necesitaba una pregunta así, que le ayudara a sopesar de algún modo la variable más determinante para su vida y su misión: el amor.
Jesús es médico. Cuando pregunta «¿me amas?», ausculta el corazón. Sabe que el amor humano rara vez es puro. Suele tener casi siempre algo de necesidad, de egoísmo, de auto-referencia. Al preguntar: «¿Me amas?» pone en evidencia que el amor a Él es la condición para amar en serio a los demás: a la esposa, al hijo, al hermano, a la novia, al amigo y hasta al enemigo, como pide Dios. No existe amor puro si no pasa por Jesús. Sólo por Cristo, con Él y en Él podemos amar con sinceridad a los demás.
Jesús también es mendigo. Por eso pregunta de nuevo: «¿Me amas?». Sólo los enamorados se preguntan si los aman. Un enamorado es un necesitado de amor. Jesús a veces tiene que hurgar en nuestro corazón, como los mendigos en los tambos de basura, para ver si queda algo para Él. Hasta ahí llega su necesidad de nuestro amor. Porque nadie como Jesús vivió hasta sus últimas consecuencias la necesidad de amar y ser amado. La sed es un símbolo que utiliza el evangelista Juan para mostrar esta realidad: «Jesús puesto en pie, gritó: “¡Si alguno tiene sed, venga a mí y beba!”» (Jn 7, 37). Y ya en la cruz, Jesús dice «¡Tengo sed!» (Jn 19, 28). «Jesús tiene sed de que tengamos sed de Él», dirá san Agustín. Él está detrás de cada amor que llega, toca nuestra puerta y pregunta: «¿Me amas?».
Jesús es un motivador. Pregunta por tercera vez: «¿Me amas?». Él sabe que el corazón humano se cansa de amar; que la fatiga del corazón es algo muy real en nuestra vida. Cuando el Amor pregunta si lo amamos, pone a prueba el aguante y la constancia de nuestro corazón. Al mismo tiempo, le ofrece la única manera de perseverar en el amor: ¡amándolo a Él! El amor a Jesús ha sido, es y seguirá siendo la motivación de todos los amores que van más allá de la etapa de las “maripositas”. Dicho de otra manera, para amar indefinidamente a los demás hay que amar muy definidamente a Jesús.
San Juan Pablo II solía decir que María es la Madre del amor hermoso. Ella sabe que la pregunta de su Hijo sigue abierta; se dirige a cada corazón y en torno a ella gira toda vida humana. Vale la pena poner el corazón en sus manos de Madre, y así responder a Jesús, como Pedro, muy conscientes de nuestras negaciones, pero también muy confiados en su gracia: «Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo». aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.