
PARA ALCANZAR LA META
El triatlón está de moda. Millones de personas participan cada año en cualquiera de sus modalidades. Como su nombre indica, el triatlón se compone de tres pruebas: nado, bicicleta y carrera, con distancias variables según se trate de un Sprint, de un triatlón clásico o de un Ironman. En cualquier caso, nadie participa sin ser un verdadero atleta, porque la competición exige altas dosis de disciplina, sacrificio y estrategia.
La analogía con la vida es casi perfecta: una larga carrera, con pruebas muy variadas. La vida invita a ser atletas, es decir, a «competir por un premio», como indica la etimología griega. Quizá la única diferencia es que en la vida nadie sabe de cuántos kilómetros será su recorrido.
Lo primero que enseña un triatlón es la importancia de soñar y acariciar la meta. Los videos promocionales se concentran en lo que ocurre en uno y otro lado de esa línea: gente que la atraviesa todavía con paso fresco; otros la cruzan sí, felices, pero no sin sufrimiento; y también los hay que llegan a rastras a la meta. En cualquier caso, rondan siempre por ahí las emociones fuertes, las risas y el llanto, los abrazos y las manos erguidas en señal de victoria.
La cuaresma recuerda a los cristianos que también la vida consta de tres pruebas: oración, sacrificio y caridad. Y Jesús, cuando se transfiguró en el Monte Tabor, hizo las veces de «entrenador experto» para que Pedro, Santiago y Juan entendieran esta lección. Al transfigurarse, Jesús puso ante los ojos de sus apóstoles la gran meta. Quiso que vieran por un instante la gloria que les esperaba si se mantenían fieles. Algo parecido hace Dios cuando nos concede un instante de profundo gozo, de pequeñas transfiguraciones que a veces nos ocurren en un rato de oración, en una visita al Santísimo, en un retiro espiritual.
La segunda lección de los triatlones es la necesidad de meterse de lleno en la carrera. Los triatlonistas madrugan, entrenan en condiciones adversas, hacen dietas, siguen disciplinas y horarios muy estrictos. Ya en la carrera, las ampollas son lo de menos. Muchos dolores van y vienen. Y a partir de cierto punto, las molestias llegan para quedarse por el resto de la prueba. También la vida tiene exigencias parecidas. La experiencia de la transfiguración no se dio sin el esfuerzo de subir el Monte Tabor, sin concentrar la mirada en Jesús, sin purificar todo apego para poder decir: «¡Qué bien se está aquí!».
La tercera lección de un triatlón es la de avanzar siempre, pase lo que pase. Se puede ajustar el paso, alentar el ritmo, pero detenerse, jamás. La carrera no es contra los demás sino contra el tiempo. Hay un límite para cubrir la distancia. Lo mismo hay que decir de la vida. Nuestras horas y minutos están contados. Hay que tener la mentalidad del corredor que aprovecha cada segundo para dar un paso más y acercarse a la meta. Porque el hombre es «viator», peregrino por esencia, como decía el filósofo francés Gabriel Marcel. Muchos siglos antes, san Pablo describió así su propia experiencia: «Una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús» (Fil. 3, 13-14). Y también, buen conocedor de los deportes de la época, escribió en otra carta: «Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible» (1 Cor. 9. 25).
La cuaresma tiene sus etapas. Y en cada una de ella, Dios nos invita a redoblar el paso, a no cejar en el esfuerzo hasta completar las tres pruebas: oración, sacrificio y caridad. Dios quiera que cada uno, a su paso, a su ritmo, avance por la ruta de la vida, que consiste en morir de muchas maneras para alcanzar la vida eterna.
aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.
El triatlón está de moda. Millones de personas participan cada año en cualquiera de sus modalidades. Como su nombre indica, el triatlón se compone de tres pruebas: nado, bicicleta y carrera, con distancias variables según se trate de un Sprint, de un triatlón clásico o de un Ironman. En cualquier caso, nadie participa sin ser un verdadero atleta, porque la competición exige altas dosis de disciplina, sacrificio y estrategia.
La analogía con la vida es casi perfecta: una larga carrera, con pruebas muy variadas. La vida invita a ser atletas, es decir, a «competir por un premio», como indica la etimología griega. Quizá la única diferencia es que en la vida nadie sabe de cuántos kilómetros será su recorrido.
Lo primero que enseña un triatlón es la importancia de soñar y acariciar la meta. Los videos promocionales se concentran en lo que ocurre en uno y otro lado de esa línea: gente que la atraviesa todavía con paso fresco; otros la cruzan sí, felices, pero no sin sufrimiento; y también los hay que llegan a rastras a la meta. En cualquier caso, rondan siempre por ahí las emociones fuertes, las risas y el llanto, los abrazos y las manos erguidas en señal de victoria.
La cuaresma recuerda a los cristianos que también la vida consta de tres pruebas: oración, sacrificio y caridad. Y Jesús, cuando se transfiguró en el Monte Tabor, hizo las veces de «entrenador experto» para que Pedro, Santiago y Juan entendieran esta lección. Al transfigurarse, Jesús puso ante los ojos de sus apóstoles la gran meta. Quiso que vieran por un instante la gloria que les esperaba si se mantenían fieles. Algo parecido hace Dios cuando nos concede un instante de profundo gozo, de pequeñas transfiguraciones que a veces nos ocurren en un rato de oración, en una visita al Santísimo, en un retiro espiritual.
La segunda lección de los triatlones es la necesidad de meterse de lleno en la carrera. Los triatlonistas madrugan, entrenan en condiciones adversas, hacen dietas, siguen disciplinas y horarios muy estrictos. Ya en la carrera, las ampollas son lo de menos. Muchos dolores van y vienen. Y a partir de cierto punto, las molestias llegan para quedarse por el resto de la prueba. También la vida tiene exigencias parecidas. La experiencia de la transfiguración no se dio sin el esfuerzo de subir el Monte Tabor, sin concentrar la mirada en Jesús, sin purificar todo apego para poder decir: «¡Qué bien se está aquí!».
La tercera lección de un triatlón es la de avanzar siempre, pase lo que pase. Se puede ajustar el paso, alentar el ritmo, pero detenerse, jamás. La carrera no es contra los demás sino contra el tiempo. Hay un límite para cubrir la distancia. Lo mismo hay que decir de la vida. Nuestras horas y minutos están contados. Hay que tener la mentalidad del corredor que aprovecha cada segundo para dar un paso más y acercarse a la meta. Porque el hombre es «viator», peregrino por esencia, como decía el filósofo francés Gabriel Marcel. Muchos siglos antes, san Pablo describió así su propia experiencia: «Una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús» (Fil. 3, 13-14). Y también, buen conocedor de los deportes de la época, escribió en otra carta: «Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible» (1 Cor. 9. 25).
La cuaresma tiene sus etapas. Y en cada una de ella, Dios nos invita a redoblar el paso, a no cejar en el esfuerzo hasta completar las tres pruebas: oración, sacrificio y caridad. Dios quiera que cada uno, a su paso, a su ritmo, avance por la ruta de la vida, que consiste en morir de muchas maneras para alcanzar la vida eterna.
aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.