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CENIZAS

2/14/2016

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CENIZAS
 
         Hace poco se quemó la Puerta Santa de la Catedral de Hermosillo. Lo leí en la prensa, de paso por esa ciudad mientras daba algunas conferencias. Entre las cenizas, los bomberos encontraron los restos del logotipo del Jubileo de la Misericordia: la imagen de Jesús, Buen Samaritano, que lleva a cuestas a un hombre, símbolo de la humanidad malherida.
Se investigan las causas del incendio. No se descarta –más aún, parece la pista más probable– un siniestro provocado. Alguien prendió fuego. Pero ¿quién y por qué habrá querido quemar la Puerta Santa? ¿Será que el mismísimo demonio está ardiendo de rabia al ver cómo alcanzan la indulgencia millones de personas que atraviesan los millares de puertas de la misericordia que el Papa Francisco mandó abrir en todo el mundo?
El alma de la misericordia es el amor; y el amor, como la zarza de la Biblia, no se consume por el fuego, se vivifica. Aún así, llama la atención que se intente de tantas maneras prenderle fuego para desvirtuarlo y reducirlo a cenizas. Algunos lo hacen difundiendo la idea de que el amor no es más que un sentimiento, egoísta y fugaz. Otros lo explotan como mercancía o incentivo para sus ventas. Otros lo meten al horno del erotismo, de una sexualidad falseada y desvinculada. Otros le prenden fuego con envidias, discordias, cizañas, porque no toleran el amor auténtico entre los demás. Otros fabrican en su corazón bombas de odio, de rencor, de venganza inmisericorde.
En cualquier caso, hasta las cenizas quedan como testimonio de aquello que resiste, que sobrevive a cualquier incendio. Las cenizas ya no pueden ser menos que cenizas. Y a veces los amores necesitan llegar hasta ese punto, para despojarse de elementos externos y volver a lo esencial. De hecho, la Iglesia utiliza las cenizas cada año como una invitación a la reconciliación con Dios y con el prójimo. Ella sabe que de las cenizas puede renacer un amor más puro, más sencillo, más sincero y más humilde.
Ya en la antigüedad, las cenizas hablaban de duelo y de arrepentimiento. El Rey David, cuando enfermó gravemente el hijo que le había dado Betsabé, la esposa de Urías, se sentó sobre cenizas para invocar el perdón de Dios y suplicar la curación de su hijo. Otros personajes de la Biblia y pueblos enteros, como los ninivitas, se vistieron de sayal y se echaron ceniza en la cabeza para expresar su actitud de arrepentimiento y penitencia.
Cuando hice mi noviciado, la pared del seminario colindaba con una amplísima llanura de campos de labranza. Era Castilla, en España. Todos los años, después de la cosecha, se les prendía fuego. Los campos, del verde primaveral y del dorado estivo, pasaban al negro en otoño. Pero aquellas llanuras calcinadas no eran campos de muerte. Sólo se preparaban para una nueva cosecha. Había que quemar los rastrojos de la cosecha pasada para que las nuevas semillas encontrasen un terreno fértil y el sol pudiera iluminar y calentar de nuevo la tierra hasta hacerlas germinar.
Quiera Dios que esta Cuaresma, que hemos iniciado hace unos días con la imposición de las cenizas, sea un signo eficaz de que estamos dispuestos a quemar tantos rastrojos del alma, y dejarla lista para recibir las semillas que Dios está aventando ya a manos llenas. Sobre todo en este Año Jubilar de la Misericordia, cuyas puertas, aunque alguien intente quemarlas, seguirán estando abiertas. Porque la Misericordia Divina es Fuego y, como tal, nunca se quema.
aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.

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PESCADOR DE HOMBRES

2/7/2016

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PESCADOR DE HOMBRES


El mundo profesional está cambiando. Los nuevos paradigmas de servicio, producción e interacción social demandan profesionistas con habilidades inéditas, cada vez más especializadas. A la par, se ha desarrollado la nueva ciencia de la motivación profesional, no sólo para mejorar la productividad sino también la satisfacción en cada oficio o profesión. 
Los estudiosos saben que ni el ambiente laboral, ni la seguridad, ni la remuneración económica garantizan la satisfacción laboral. Todos estos elementos son, según Frederick Herzberg, «factores higiénicos». Ellos, más que dar satisfacción, sólo evitan la insatisfacción. Los verdaderos motivadores son factores de otro orden.
Pedro también tuvo que especializarse en su profesión. Era pescador. Pero Jesús lo invitó a ser «pescador de hombres». A partir de los relatos sobre la vocación y el ministerio de Pedro, cabe distinguir cinco factores clave, que pueden ser fuente de motivación en toda vocación cristiana. 
    La tarea debe suponer un reto para el que la realiza. Pescar hombres no sería una empresa fácil. No lo fue entonces para Pedro y no lo es tampoco ahora para sus sucesores. De hecho Pedro, antes de escuchar el llamado de Jesús, había debido constatar tanto su ineptitud profesional –«no hemos pescado nada»– como su ineptitud moral –«soy un pecador»–. También hoy, Jesús empieza por hacernos ver la enorme distancia que media entre lo que somos y lo que estamos llamados a ser, para así tener un gran reto que afrontar y, al mismo tiempo, la necesidad de acudir a Él, porque hasta el más pequeño paso en la dirección correcta es obra suya y no nuestra. 
    En segundo lugar, para ser motivadora, la tarea debe implicar responsabilidad. De hecho, Pedro asumiría una responsabilidad enorme. Jesús le daría «las llaves» del Reino de los Cielos. Sería además el tesorero de los bienes de la Iglesia peregrina en la tierra y el portero de la Iglesia triunfante en el cielo. Asumiría, con los demás apóstoles, la tarea de la primera evangelización. «Pescar hombres» sería toda su labor por el resto de su vida. Y él la cumpliría con un sentido de responsabilidad que llegaría hasta el martirio. 
    La tercera característica de una tarea motivadora es su relevancia. También en este sentido, la tarea que Jesús asignó a Pedro sería de gran motivación. Dejaba en sus manos nada menos que la tarea de pescar para salvar. A diferencia de los peces, que mueren cuando son pescados, los hombres, cuando Dios los pesca, reciben vida en abundancia. No hay tarea más relevante que dar sentido a la existencia de los hombres en esta vida, y, llegados al momento de la muerte, darles el pase a la vida eterna en el cielo. 
    Pedro, sin pretenderlo, obtuvo un gran reconocimiento en su ministerio. El libro de los Hechos de los Apóstoles relata cómo la gente se agolpaba para escuchar su palabra (cf. Hch 2, 41) y cómo colocaban a los enfermos a su paso para que al menos su sombra cayese sobre ellos (cf. Hch 5, 15). Tan contundente resultaba su predicación y su poder de hacer milagros que todos reconocían un carisma excepcional en él. En cualquier caso, a Pedro no le importó en lo más mínimo el reconocimiento de los hombres; pero sí el reconocimiento de Dios, que sólo recibió plenamente en el cielo. 
    Finalmente, y también sin pretenderlo, Pedro se realizó plenamente. Creció como persona y desarrolló talentos inexplicables en un simple pescador. Fue tal la diferencia entre el Pedro que encontró Jesús en su barca y el Pedro que vemos después de Pentecostés –experto en Sagradas Escrituras, orador y taumaturgo–  que resulta desconcertante el hecho de que se trata de la misma persona. Muy probablemente, Pedro se percató del cambio operado en él; y comprendió que el haber aceptado los planes de Dios fue un camino de realización inimaginable.
    Hoy sabemos cómo comenzó la vocación de Pedro. Y sabemos también cómo culminó su vida como «pescador de hombres». Quiera Dios concedernos la conciencia de que nuestra vocación cristina, como discípulos y misioneros de Jesús, conlleva las mismas características de la vocación de Pedro: reto, responsabilidad, relevancia, reconocimiento –por parte de Dios– y una gran realización. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.

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IGLESIA Y MERCADOTECNIA

1/31/2016

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IGLESIA Y MERCADOTECNIA


Un empresario me decía hace tiempo: «¿Por qué no cambia la Iglesia? ¿Por qué no rebaja ciertas exigencias y promueve una imagen más atractiva, más amigable, más acorde a la sensibilidad del hombre y de la sociedad actual? Perdería menos fieles». A la Iglesia, según él, le haría falta una mejor estrategia de ventas, penetración del mercado y atención al cliente. De otro modo, el gajo del pastel de la humanidad que todavía se reconoce católica, que hoy ronda el 17.7% de la población mundial, correría el riesgo de reducirse año con año. 
Una conclusión práctica inmediata de tal razonamiento sería mandar cuanto antes a los pastores de la Iglesia –sobre todo a sacerdotes y obispos– a hacer maestrías en publicidad y mercadotecnia. Pero la Iglesia no le apuesta a estas materias.
El porqué es simple, aunque profundo: la Iglesia no es empresa sino Madre; y sus fieles no son clientes sino hijos. Alimentar, educar, sostener, acompañar, curar, consolar, dirigir, corregir, perdonar, aconsejar, no son bienes y servicios que vender; son cuidados que dispensar. Y, hasta donde vi en mi propia casa y he visto en tantas otras, ninguna mamá, para ser buena, ha tenido que estudiar mercadotecnia o pedir consejo a un experto en ventas para saber cómo «venderle» a sus hijos el alimento, los besos y abrazos, la educación, la atención, el perdón, y tantos otros cuidados. 
Por otra parte, la Iglesia ha venido desarrollando, a lo largo de los siglos, una pedagogía que distingue lo esencial de lo accidental, lo doctrinal de lo disciplinar, lo necesario de lo contingente. Cierto que a veces ha tardado en actualizar algunas cosas. Pero también la Iglesia es muy consciente de que no hay «cambios pequeños» cuando sus decisiones tocan la vida de más de mil millones de fieles. Por eso, aunque se trate de cuestiones accidentales, contingentes, que en línea de principio pueden cambiar, la Iglesia es muy prudente y prefiere pecar de lentitud que de precipitación. 
De todas formas, para quienes no lo sepan, la Iglesia ha hecho y sigue haciendo muchos cambios y reformas en sus estructuras, muchas adaptaciones y puestas al día en cuestiones de disciplina, liturgia, derecho canónico, pastoral, etc. Cambios todos ellos dirigidos a brindar un mejor servicio al hombre y al mundo según las diversas circunstancias de tiempos y lugares. Baste pensar la reciente simplificación de los procesos de nulidad matrimonial, que el Papa Francisco promulgó con una carta apostólica de título muy significativo: «Mitis Iudex Dominus Iesus» (El Señor Jesús, Juez Manso). 
Conviene añadir, sin embargo, que no hay ni habrá cambios en cuestiones de fe y moral; porque no son materia negociable o sujeta a referéndum. Ellas constituyen el patrimonio que Jesús dejó a su Iglesia en bien de todos sus hijos. Es cierto que Jesús también dio a la Iglesia el poder de «atar y desatar», pero no para cambiar la verdad de su doctrina sino para ajustar lo que haya que ajustar en la aplicación de esa verdad, siempre en bien de sus hijos, según el adagio: «la ley suprema es el bien de las almas». 
Cuando Jesús fue a la sinagoga de Nazaret, todos lo miraron en un primer momento con asombro y, quizá también, con simpatía. Pero en cuanto empezó a decirles no lo que hubieran querido sino lo que necesitaban escuchar –les echó en cara su falta de fe– su actitud cambió radicalmente. De admiradores se convirtieron en detractores y hasta quisieron despeñarlo. Desde entonces, como profetizó el anciano Simeón, Jesús sería signo de contradicción: suscitaría amor hasta la locura en unos; y odio, irracional, en otros. 
La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha corrido la misma suerte. Ha tenido muchos seguidores, y también muchos detractores. En cualquier caso, sus buenos hijos tienen un sexto sentido –el «sentido de la fe», lo llaman los teólogos– para percatarse de que si Ella no cambia es porque no puede traicionar su vocación de Madre y, como tal, no siempre puede darles lo que a ellos les gustaría sino lo que realmente necesitan. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.

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DESCIFRANDO SENTIMIENTOS

1/24/2016

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DESCIFRANDO SENTIMIENTOS

Viajaba por carretera de Xalapa a Veracruz. Delante iba un autobús de pasajeros con esta indicación: «Por favor, no suene el claxon: gente descifrando sentimientos». Quizá no todos ocupaban así su tiempo. Pero es cierto que en cualquier viaje no faltan ventanillas para asomarse al panorama interior; a ese paisaje dibujado en buena medida por los sentimientos, cuya tinta revela, en gama infinita de matices, la condición de nuestro espíritu. 
Descifrar los sentimientos forma parte de la labor de introspección que los autores espirituales llaman «discernimiento». Todo sentimiento de tristeza, alegría, vacío, plenitud, frustración, angustia, serenidad, susceptibilidad, seguridad, o de cualquier otro tipo, pide tal discernimiento para descubrir su origen, su fundamento, su veracidad, y así orientar mejor nuestras decisiones en el futuro.  
Jesús dijo en una ocasión que Él vino «para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19). En estas pocas frases, que encierran el núcleo de su misión, Jesús se refiere en tres ocasiones a la noción de libertad; dos de modo explícito y una, implícito; porque en la tradición judía, el «año de gracia» constituía el tiempo de liberar a los esclavos y de condonar las deudas. 
Hoy se ha abolido la esclavitud. Pero sigue habiendo esclavitudes muy terribles. Cárceles sí hay; casi todas llenas. Pero la mayoría de los presos andamos por la calle, circulando en aparente libertad. Porque las prisiones no son sólo las de rejas metálicas y alambres de púas; las hay, y muchísimas más, hechas de límites y condicionamientos interiores. Así, no pocos se dejan recluir en la cárcel de la presión social, en las celdas estrechas del «qué dirán» y de las expectativas de los demás. Otros permanecen en el calabozo de la concupiscencia, aherrojados con grilletes de lujuria, avaricia y soberbia. Otros yacen en las oscuras mazmorras de la negatividad, del rencor, de la amargura, de los miedos y complejos. Y quizá la mayoría transcurre sus días y noches en el inmenso galerón de la monotonía, de la superficialidad, del desencanto, de la rutina sin sentido. 
Descifrar los sentimientos ayuda no sólo a percatarse de la propia cárcel, sino también a desenmascarar esos mismos sentimientos, sobre todo cuando son contrarios. Bien lo saben los psicólogos: la mayoría de nuestros sentimientos negativos son infundados; se basan en una visión distorsionada de la realidad. Y tienen razón. Porque la realidad es que Jesús ya vino a liberarnos de todos esos cautiverios: vino a darnos luz para salir de cualquier oscuridad; vino a romper los grilletes de nuestros vicios; vino a rescatarnos de toda prisión que limita o enferma nuestra vida; vino a anunciarnos la buena noticia de su Presencia, a saldar toda deuda y a reconstruir nuestra alegría. 
El año de gracia del Señor hoy se llama en la Iglesia «Jubileo Extraordinario de la Misericordia». Dios nos conceda en este año la valentía para descifrar nuestros sentimientos y reconocer, sí, que hemos sido presos; pero también la inteligencia para reeducar y corregir esos mismos sentimientos, porque ya son infundados. Y ojalá que cada uno, al cruzar el umbral de la Puerta Santa, se conmueva escuchando en su interior, igual que un preso de muchos años, una voz que le dice: «¡Estás en libertad!». aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.

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​EL MEJOR VINO

1/17/2016

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​EL MEJOR VINO
 
De niño acudí una vez a una representación teatral del colegio. Uno de los actores, para convencer a sus amigos de irse «de pinta a pistear» -como solían decir entonces los muchachos– exclamó: «El que vino al mundo y no toma vino, pues ¿a qué vino?». Aunque no muy ortodoxa la propuesta, la frase como tal no estaba tan descaminada. La vida también es fiesta. De hecho, Jesús utiliza como alegoría del cielo un banquete de bodas.
Jesús iba a fiestas. Juan recoge en su evangelio una de esas ocasiones. Precisamente, una boda en Galilea. El vino se acabó y, sin él, la fiesta amenazaba con acabar también. El vino simboliza la alegría. Una larga tradición bíblica y humana ha hecho del vino un ingrediente esencial no sólo de la fiesta sino también de la amistad, de la alianza, de la ofrenda y hasta de la religión.
En nuestra vida a veces escasea el vino. Baja la chispa y merma el entusiasmo. El carácter se nos vuelve seco y el modo, avinagrado. Es cierto que la vida no puede ser una fiesta permanente. También hay momentos que piden llanto. Pero ello no tiene porqué vaciar las reservas de alegría para los momentos que piden hacer fiesta.
El Evangelio dice que María, la Madre de Jesús, estaba también en la boda. Ella –al fin madre– no soportó ver a los recién casados en aquel primer apuro de su vida matrimonial. Le dijo a Jesús: «No tienen vino». La respuesta de Jesús habría desalentado a cualquiera. Las traducciones más matizadas dicen que Jesús respondió: «Mujer, ¿qué podemos hacer tú y yo? Todavía no llega mi hora». El texto griego original es más duro y seco: «Mujer, ¿a ti y a mí qué? Todavía no llega mi hora». Pero María, siguiendo desde entonces un inacallable impulso de intercesión maternal, no quiso saber de «horas o no horas» y dijo a los servidores: «Hagan lo que Él les diga». Ella ignoraba el modo como Jesús resolvería el problema; pero estaba segura de que algo haría, porque Ella se lo pedía. Daba así el fundamento de lo que pudiéramos llamar el primer dogma mariano: el de la «omnipotencia suplicante».
Jesús pidió a los sirvientes que llenaran unas tinajas de agua. No podría haber pensado un elemento más insípido y aburrido para alegrar una fiesta. Quizá más de algún sirviente pensó en su interior: «¿Qué le pasa a éste? ¡Si lo que falta es vino!». Pero obedecieron. Y obedecieron con generosidad: «llenaron las tinajas hasta el borde», dice el Evangelio. Y menos mal. La obediencia fue el requisito del milagro; la generosidad, de la abundancia.
Quien quiera hacer de su vida una fiesta continua; quien quiera que nunca le falte el vino de la alegría, haga siempre lo que Jesús le pida, por insípido o aburrido que parezca. Y hágalo con generosidad. Acudir a Misa, orar, trabajar con honestidad, cumplir los mandamientos y los deberes de estado, son todas cosas «muy aburridas» -o pueden parecerlo– para una humanidad ávida de sensaciones, de cosas prohibidas, de andanzas al borde de los precipicios. Pero bien sabemos, quizá ya por experiencia propia, que nada de esto da verdadera alegría. «Mil satisfacciones no hacen una felicidad», escribe Jacques Philippe. Quien, en cambio, llena su vida de «cosas aburridas», un buen día se da cuenta de que, casi sin percibirlo, es feliz. Porque el mejor vino de la vida no se obtiene de unos viñedos selectos o de unas uvas exquisitas; se obtiene del agua corriente de todos los días, siempre que expresa la obediencia generosa a cuanto Jesús nos pide. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.

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TRES PROPÓSITOS

1/10/2016

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TRES PROPÓSITOS

El fuego es un símbolo bíblico importante. Aparece 457 veces en la Biblia. Juan Bautista, profetizando la obra de Jesús, dice: «Él los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego». El fuego significa tres maneras de obrar de Dios en nuestra vida. Quizá el reflexionar en ellas nos ayude a concretar algunos propósitos para el año que comienza. 
El fuego purifica. El hombre, siguiendo una técnica metalúrgica milenaria, somete al fuego los metales preciosos para eliminar las escorias. El apóstol Pedro, con una brillante analogía, enseña que las pruebas de la vida son como el fuego que purifica nuestra fe: «Por lo cual rebosáis de gozo, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas, a fin de que la calidad probada de vuestra fe, más preciosa que el oro perecedero que es probado por el fuego, se convierta en motivo de alabanza, de gloria y de honor» (1 Pe 1, 6 – 7). Con toda seguridad, el año 2016 nos traerá a todos algunas pruebas. Sería ingenuo suponer lo contrario. A partir de este sano realismo y también de la convicción de que el Espíritu Santo quiere que maduremos como creyentes, podemos formular un primer propósito: aceptar cada prueba que Él permita como crisol que purifica y aquilata nuestra fe. 
El fuego también marca. En la antigüedad se marcaba a fuego no sólo el ganado sino también a los esclavos para saber a quién pertenecían. Semejante proceder justamente nos indigna. Sin embargo, en ámbito espiritual, la «marca del fuego» tiene un gran valor. El sacramento del bautismo sella hoy a los creyentes como hijos de Dios. Pero el fuego que sella nuestra alma no es un hierro cruel sino un Amor que quema esclavitudes y libera nuestra personalidad haciéndola capaz, incluso, de amar como Dios ama. En este sentido, el amor de Dios –como escribe Jacques Philippe– no sólo es personal sino también, «personalizante». Dios Padre, mirando a cada bautizado, repite las mismas palabras que pronunció sobre su Hijo Jesús cuando se hizo bautizar en el Jordán: «Tú eres mi Hijo, mi predilecto, en quien me complazco» (Lc 3, 22). Dios quiere seguir repitiendo estas palabras sobre cada uno de nosotros cada día del año: «en ti me complazco». Cabe así formular un segundo propósito: hacer cada día algo que complazca a Dios, aunque no sea más que recordar y agradecerle el hecho de que, sin importar las propias miserias y limitaciones, somos sus hijos muy amados.
Por último, el fuego inflama. El amor humano tiene sus vaivenes. A veces pueden quedar sólo cenizas de un amor que parecía una hoguera inextinguible. Dios, en cambio, quiere que nuestro corazón arda siempre. Por eso nos da con el bautismo el Espíritu Santo, que es fuego y también viento que sopla y resopla para de las cenizas hacer brasas y de las brasas, llamaradas. Durante este año 2016 sin duda encontraremos personas que viven en un invierno permanente de amor. De esta convicción se desprende nuestro tercer propósito: ser fuego que dé luz y calor a los demás. Un fuego que, en este año jubilar, asuma los destellos propios de la misericordia, tanto corporales como espirituales. «Si nosotros no ardemos de amor, mucha gente morirá de frío», advertía Francois Mauriac. Esa «gente» posiblemente esté más cerca de lo que imaginamos. Démosle mucho, mucho amor, sin temor a consumirnos, a apagarnos, a tener frío. Porque, como también decía el poeta inglés John Owen: «No tengas miedo de dar amor, de dar calor. No te vas a enfriar. Todo lo contrario. Porque cuanto más desnudo está el amor, menos frío tiene». aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.

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75 AÑOS

1/3/2016

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75 AÑOS

Sí, es mi familia. No de sangre sino de espíritu. Una «familia carismática», según el lenguaje actual de la Iglesia, porque nace de un carisma; es decir, de un don de Dios para el mundo; que, en nuestro caso, se remonta al 3 de enero de 1941 y a la colonia Roma, en la Ciudad de México. Mi familia se llama «Regnum Christi». La integran los legionarios de Cristo y los miembros laicos, muchos de los cuales –hombres y mujeres– han consagrado su vida a Dios.  
Mi familia ha vivido momentos de gloria. Creció y se desarrolló como pocas instituciones en la historia reciente de la Iglesia. Su formación, disciplina, fidelidad al Magisterio y empuje apostólico cautivaron a muchos y atrajeron vocaciones inusuales en número y calidad. Pero, como todo mundo sabe, mi familia también ha vivido tiempos duros, que han exigido una profunda revisión y renovación. En este proceso han salido a la luz hechos muy tristes. No pocas personas, de dentro y de fuera, han sido heridas. Hemos pedido perdón e intentado reparar, en lo posible, el daño causado. 
No pretendo ofrecer un balance de luces y sombras. Quiero sólo agradecer a Dios que mi familia llega a su 75º aniversario enmendada, renovada y decidida a seguir al servicio de la Iglesia y de las almas. Quizá la tormenta no ha pasado del todo. Pero ya se abren claros en el cielo y se entrevé un futuro más luminoso y esperanzador, aun en medio de los actuales desafíos.
Mi familia, después de todo lo vivido, no ha perdido la confianza en Dios y en la veracidad de su llamado. Por el contrario, más que nunca percibe cuán auténtico es el carisma recibido para amar y servir a las personas de modo integral, para edificar y sostener a las familias cristianas; y para formar y acompañar a sacerdotes y laicos comprometidos en la Iglesia. 
Mi familia, después de todo lo vivido, ha experimentado también la fuerza de la misericordia. La Iglesia nos ha hecho sentir la misericordia divina a través de su perdón, su aliento y su especial acompañamiento en estos años. Y me parece providencial que nuestro jubileo coincida con el Gran Jubileo de la Misericordia que vive la Iglesia. Me resulta espontáneo intuir que Dios nos pide ser legionarios y miembros del Regnum Christi más misericordiosos, más compasivos, más conscientes de que el Reino de Cristo crece en la medida en que cada persona se siente comprendida, perdonada, amada y atendida. 
Mi familia, después de todo lo vivido, no es ingenua. Sabe que habrá en el futuro nuevos errores y fragilidades. No hay estructuras ni sistemas que garanticen lo contrario. Su historia seguirá marcada por las grandezas y las miserias de sus hombres, pasadas y futuras. En esto, mi familia, como parte de la Iglesia, se parece más al amanecer que al mediodía; porque es penumbra, mezcla misteriosa de luz y oscuridad. Respeto, por lo mismo, los motivos y la decisión de no pocos hermanos y hermanas, mayores y menores en edad, muchos de ellos dotados de gran virtud y celo, que han preferido seguir otros caminos. Cada historia es diferente. Y sólo Dios sabe por dónde llama a cada uno. Quizá lleven en su alma algunas heridas. Espero –y se lo pido a Dios de todo corazón– que también lleven experiencias positivas y gracias recibidas que les permitan realizarse plenamente en el camino emprendido. 
Dios sigue llamando a muchos hombres y mujeres a servirle como parte de esta familia carismática. Dios sigue inspirando, transformando y acompañando las vidas de muchas personas y familias a través de este carisma. Agradezco a Dios que me permite, con mis vicios y virtudes, ser parte de esta familia y gozar de la amistad, el testimonio y la caridad de mis hermanos y hermanas dentro de ella. Quiera Dios que así sea hasta el final de mis días. Y de una vez aclaro, mirando al pasado y al futuro: si algo malo encuentran en mi vida, eso es mío y sólo mío; y si algo bueno encuentran, sepan que, en buena medida, es la genética y la educación que he recibido de ésta, mi familia. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.

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FE

12/20/2015

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FE

Es una de las palabras más cortas de la lengua castellana; apenas dos letras. Simple y delgada, como una clavija de acero inoxidable, pero que soporta la existencia de miles de millones de personas. Por ella han dado la vida muchos hombres y mujeres; incluso niños. De ella se han nutrido las vidas más plenas –las más santas–; y en ella han encontrado luz y consuelo las más desamparadas y perdidas. 
«Dichosa tú, que has creído» (Lc 1, 45), dijo Isabel a María. Y dichosos todos los que, imitando a María, aceptan hoy con corazón de niño este don inestimable que abre las puertas de la auténtica alegría. Ya desde los albores del cristianismo, y mucho antes que Jesús predicara el Sermón de la Montaña, con sus bienaventuranzas, quedó claro que la fe es condición necesaria de la felicidad. 
Porque la fe precede todas las bienaventuranzas. O, por mejor decir, las resume todas. Sólo en ella la pobreza de espíritu se transforma en posesión, la misericordia en perdón, la pureza de corazón en visión, la mansedumbre en paz, el hambre y la sed de justicia en hartura. 
Jesús, después de su resurrección, dirá a Tomás casi las mismas palabras que Isabel dijo a María: «Dichosos los que sin ver creen» (Jn 20, 29). «Dichosos…» ¿Está hablando Jesús de un premio futuro, en la vida eterna, para quienes acojan la fe en esta vida terrena? ¿O será más bien que la fe tiene una luz propia para verlo todo, interpretarlo y reaccionar de un modo que hace posible la felicidad ya en esta vida? 
Parafraseando el evangelio, cabría decir hoy a todos los creyentes: «Dichoso tú, que has creído…», porque la fe no defrauda, si tiene por objeto a Dios. «Maldito el hombre que se fía del hombre», dice la Biblia (Jer 17, 5). El mayor drama de muchas personas hoy es no saber en quién poner su fe. No creen en Dios; no creen en la Iglesia; no creen en el gobierno; no creen en las instituciones sociales; no creen en los vecinos; y terminan por no creer ni siquiera en sí mismos. En cambio, cuando la fe en Dios resucita, el creer en los demás y en uno mismo resucita también, no de modo ingenuo o acrítico, pero sí de modo humano, fraterno, del único modo que permite que la vida sea vivible. 
«Dichoso tú, que has creído…» porque la fe te dará también la fuerza para superar la adversidad. La vida es una caja de sorpresas. Basta mirar el propio recorrido en este año que termina. ¡Cuántas situaciones inesperadas! Muchas, seguramente, gratificantes y bellas; pero muchas también difíciles y dolorosas. Unas y otras, sólo bajo la luz de la fe pueden ser valoradas, digeridas y asimiladas. Porque la fe tiene una fuerza transformante sobre todo aquello que ilumina. La fe transforma el pasado en gratitud, el presente en valentía y el futuro en esperanza.
«Dichoso tú, que has creído…», porque la fe es una inteligencia que rebasa la razón humana; sin limitarla ni ofuscarla, la purifica y eleva. La fe no es «ilógica»; más bien es «a-lógica», porque obedece a una dialéctica superior, de un orden diferente al que sigue la lógica humana, tantas veces rastrera, horizontal, sin altura ni profundidad ni perspectiva. La fe abre horizontes nuevos y rutas transitables donde no había más que nubes oscuras y mares infranqueables. 
«Dichoso tú, que has creído…», porque con tu fe reconoces, en definitiva, tu condición de creatura, no de Creador. La fe es un acto de humildad. Ella constituye el margen de maniobra que dejas a Dios en tu vida, cuando reconoces que no tienes el control de todo –en realidad, casi de nada–. Cuando dejas que Dios, con su Providencia, guíe tu vida según sus planes y proyectos. Este abandono proprio de la fe desemboca en una actitud de paz interior y de confianza en un Amor que vela por cada uno de nosotros y por la humanidad entera. Y donde hay paz y hay amor, ahí hay alegría. 
Sí, «dichoso tú, que has creído…», como María, «porque se cumplirán todas las cosas que te fueron dichas de parte del Señor».
aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.

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RECALCULANDO

12/9/2015

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RECALCULANDO
Cinco nuevas rutas para entender la Navidad

La Vía de la Misericordia
Cambiar de planes es humano. Surgen problemas, imprevistos y emergencias que nos obligan a ajustar la agenda. La adaptación al cambio es ley de vida. Las nuevas generaciones se entrenan hoy desde temprana edad en la flexibilidad, la apertura y la capacidad de adaptación a una realidad siempre mutable. Basta recordar el exitoso libro de Spencer Johnson, ¿Quién se llevó mi queso?, publicado en 1998; una curiosa parábola de ratones y liliputienses para mostrar que el hombre –y cualquier empresa humana– debe buscar siempre nuevas rutas para alcanzar sus metas en un mundo cambiante. 
Pensándolo bien, Dios fue el primero en cambiar de planes. Cuando creó al hombre, tenía un primer plan: una humanidad santa, armoniosa y feliz, que viviría por un tiempo en un paraíso terrenal y después, sin probar dolor ni sufrimiento ni muerte, pasaría a gozar de su presencia para siempre en el paraíso celestial. Pero el mundo cambió radicalmente con el pecado original. La humanidad recién salida de sus manos, en lugar de seguir la ruta luminosa y recta que Él le señalaba, tomó una calle oscura, tortuosa, en sentido opuesto a su destino. 
Pero Dios, siempre «rico en misericordia», y sobre todo desde aquel momento, reaccionó con un cambio de planes: recalculó la ruta. Dios se parece mucho a un GPS o navegador. La imagen no es mía. Se la escuché a un célebre predicador de la diócesis de Roma, el padre Fabio Rosini. En esencia dice que cada vez que te equivocas, que no sigues las indicaciones de Dios –su voluntad, sus mandamientos, sus planes sobre tu vida–, cada vez que te distraes y no das vuelta donde debías darla o la das donde no debías, Él recalcula la ruta. A Dios no le sorprende si tomas el camino equivocado, si eres torpe o lento para reaccionar, si te entercas y prefieres «tu ruta»; Él siempre recalcula. Dios «se adapta» a tus errores y te ofrece nuevas rutas para llegar a tu verdadero destino; que, dicho sea de paso, es Dios mismo. 
Esto no significa que las rutas de Dios no tengan importancia; que dé lo mismo seguir o no su voluntad, sus mandamientos y sus planes. De hecho, si los siguiéramos con más atención de seguro sufriríamos menos decepciones, heridas y confusiones. No sin razón aparece en la Biblia con cierta frecuencia esta súplica: «Haz, Señor, que conozca tus caminos, muéstrame tus senderos. En tu verdad guía mis pasos, instrúyeme, tú que eres mi Dios y mi Salvador». 
El Papa Francisco, al convocar el Jubileo Extraordinario de la Misericordia, ha querido subrayar que la ruta principal de salvación, según el nuevo plan de Dios, es precisamente su Misericordia. Se trata, por así decir, de una ruta infalible, que no tiene pierde. Para seguirla, sólo hace falta abrir el corazón a su Amor –que en este Año Jubilar se dispensará muy especialmente a través del sacramento de la reconciliación–; y ponerse al servicio de ese Amor mediante la práctica de las «obras de misericordia». 
Entender la Navidad es descubrir y transitar esta ruta divina. Porque la Navidad es la aparición visible, constatable en el GPS mundial, de la Misericordia de Dios «hecha Carne». Jesús, ya adulto, dirá a sus apóstoles: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Efectivamente, Jesús es la Vía de la Misericordia, la ruta segura de salvación a la cual se puede llegar prácticamente desde cualquier posición o situación existencial. 


Cinco nuevas rutas para entender la Navidad
Dios no fue el único que recalculó la ruta. En torno al nacimiento de Jesús, muchas personas tuvieron que recalcular la suya. Quizá sin pretenderlo, esos «cambios de ruta» marcaron, desde entonces, diversas maneras de llegar a la Vía de la Misericordia. 
A través de estas reflexiones intentaremos asomarnos al GPS de algunas de esas personas. Seguiremos, en particular, la «ruta interior» de María, de José, de los pastores, de los reyes magos, y de dos ancianos que tienen mucho que enseñarnos: Simeón y Ana. Así podremos, quizá, descubrir también la ruta por la que Dios quiere llevarnos a su encuentro y ponernos al servicio de su misericordia en el mundo de hoy.


Recalculando la ruta de nuestra voluntad: la docilidad de María
El Evangelio no lo dice, pero permite intuirlo. Siguiendo una moción interior, María había escogido ya una ruta para su vida: la de la virginidad. Sería una mujer consagrada a Dios. Su respuesta al ángel Gabriel cuando le anunció la Encarnación de Jesús en su seno –«¿Cómo será esto, si yo no conozco varón?»– carecería de sentido si hubiera tenido la intención de procrear como cualquier mujer. 
El anuncio del Ángel significó para María un radical cambio de planes. Sería madre. De modo milagroso –por obra del Espíritu Santo– concebiría y daría a luz un Hijo; lo envolvería en pañales y dedicaría su vida de lleno a criarlo, educarlo y prepararlo para la misión que el Padre le había asignado.
Al aceptar este cambio de ruta, María es testigo de la trascendencia que tiene nuestra docilidad a los planes de Dios. No una docilidad ciega y autómata, sino más bien inteligente y colaborativa. La docilidad de María tiene una fuerte dosis de escucha interior, de atención al mensaje, de esfuerzo sincero por comprender el plan de Dios, hasta donde es posible, para secundarlo de la mejor manera. 
El «sí» de María a Dios sería el primer eslabón de una cadena de salvación que, de modo misterioso, alcanzaría a todo ser humano. Nunca ha dependido tanto la suerte de la humanidad de la respuesta de una persona. Así lo entendió san Bernardo cuando escribió su conocida homilía en la fiesta de la Anunciación del Señor: «Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia... ¿Por qué tardas? ¿Qué recelas? Cree, di que sí y recibe. Que tu humildad se revista de audacia, y tu modestia de confianza. De ningún modo conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia. En este asunto no temas, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque es buena la modestia en el silencio, más necesaria es ahora la piedad en las palabras. Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento. Aquí está–dice la Virgen–la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra».
María no cambió de ruta sólo en el momento de la Anunciación. Ese fue el inicio en realidad de un camino señalado por los «cambios de planes». Belén no estaba en sus planes para el nacimiento de Jesús, pero María se sometió al edicto del emperador; Egipto no estaba en sus planes, pero María se sometió a José, quien fue alertado en sueños de que el rey quería matar al Niño; el Gólgota no estaba en sus planes, pero María se sometió a la decisión del procurador romano y, al pie de la cruz, aceptó ser Madre y Corredentora de la humanidad.
¡Cuántos Belenes, Egiptos y Gólgotas tampoco están en nuestros planes! ¡Cuántas situaciones inesperadas nos obligan a cambiar de planes, a ajustar la ruta! ¡Cuánta fe se necesita para descubrir en tantas circunstancias que no son justas, nuevas rutas de la Misericordia del Padre. Tres personas fueron responsables de esos dramáticos «nuevos planes» en la vida de María: César Augusto, Herodes y Poncio Pilato. Pero María sabía que ellos eran instrumentos de la Providencia, de unos planes divinos que estaban muy por encima de cualquier previsión humana. Jesús Resucitado dirá a sus apóstoles que todo eso debía ocurrir para que se cumplieran las escrituras. María, aceptando los inescrutables planes de Dios, abrió paso a esa nueva ruta de la Misericordia Divina que hoy llamamos Redención. 
Ojalá que esta Navidad sea también la ocasión para que cada uno se preste con más docilidad a los nuevos planes de Dios sobre su vida. Con una docilidad enraizada en la convicción de que los planes de Dios son siempre «designios de paz, no de desventura; de porvenir y de esperanza». 


Recalculando la ruta de nuestros pensamientos: la comprensión de José
Nuestra mente es muy capaz. Constata, percibe e intuye muchas cosas. Así fue diseñada, de modo que pudiera entrar en contacto auténtico con la realidad. La definición filosófica de «verdad» es la «conformidad del intelecto con la realidad». Esta conformidad supone no sólo elaborar conceptos sino también formular juicios. Uniendo conceptos, califica la realidad que observa, penetrando de alguna manera su interior. La palabra «inteligencia» significa, precisamente, esta capacidad para «leer dentro» (intus-leggere) de las cosas y, a veces también, de las personas. 
Por desgracia, nuestro pensamiento no siempre es benévolo. A veces juzga con una audacia y una rapidez que no le corresponden. Sobre todo cuando concibe juicios negativos sobre los demás sin que le conste cómo están las cosas en realidad. Es lo que en términos morales suele llamarse «juicio temerario».
José era un hombre bueno. El Evangelio dice que era «justo». No obstante esto, cuando constató que María, su prometida, estaba esperando un bebé, no pudo pensar en otra cosa que no fuera una infidelidad. En su bondad de corazón, sin embargo, no maquinó ningún castigo contra María. Decidió sólo repudiarla en secreto, según un procedimiento permitido por la ley de Moisés. 
Pero un ángel se le apareció en sueños y le reveló la verdad: «lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo». Entonces lo recalculó todo. En su mente se abrió una nueva ruta, de explicación misteriosa, pero de viabilidad inapelable: María era Virgen y Madre; el Niño que esperaba era el Salvador; y él, José, era el elegido para ser el protector de ambos, el custodio de la Familia Sagrada que se constituía en ese momento. 
El caso de José es interesante. Nos enseña cómo debemos retener nuestros juicios sobre los demás; cómo debemos recalcular nuestros pensamientos para no juzgar equivocadamente, mucho menos herir o lastimar su buena fama. Nos enseña a buscar siempre nuevas rutas que permitan «justificar» cualquier aspecto negativo, incluso «constatable», de los demás. La caridad de pensamiento consiste en recalcular nuestros juicios sobre lo demás para encontrar la «ruta adecuada». Una ruta que necesariamente tendrá vueltas y rodeos, porque la línea recta, cuando se trata de hacer un juicio sobre los demás, es siempre muy injusta, según el aforismo latino «summum ius, summa iniuria» (suma justicia, suma injusticia). José nos enseña que sólo desde la misericordia es posible comprender y juzgar con verdad a los demás. 
Nadie tiene un juicio más objetivo que el de Dios. Y nadie tiene más misericordia que Él. Una antigua pintura bizantina del rostro de Jesús, del siglo VI, muestra los ojos de Jesús en modo desigual. Cabe decir que ambos ojos son grandes y penetrantes. Según los intérpretes del arte sacro, el ojo derecho es el de su visión «objetiva»; el que descubre nuestra verdad, nuestra realidad tal como es, con sus grandezas y miserias; se diría que es el ojo crítico de Dios. Pero el ojo izquierdo es más grande y penetrante que el derecho. Representa la mirada compasiva y misericordiosa de Jesús. Es el ojo que ve más allá de los actos y de las realidades objetivas para entrar en la subjetividad de cada uno, y desde ahí «comprender» y abarcar mejor toda nuestra realidad. 
    Esta Navidad puede ser una buena ocasión para reflexionar sobre la ruta de nuestros pensamientos, sobre todo cuando tienden a juzgar las miserias y limitaciones de los demás, incluso muy reales. Cabe decir que el pecado –el propio y el ajeno– sigue siendo parte de nuestro entorno habitual; y crea a veces situaciones muy tristes, incluso terriblemente dramáticas. El mal –real o aparente– se vence con la verdad. Pero no una verdad sólo «objetiva», porque sería una verdad a medias. La verdad completa sobre cualquier ser humano la aporta la misericordia. San Agustín tiene una expresión muy sabia en este sentido: «No vence sino la verdad; pero la victoria de la verdad es la caridad». San José nos ayude, con su experiencia personal, a recalcular nuestros pensamientos en este sentido, para hacerlos más comprensivos, más misericordiosos y, por lo mismo, más verdaderos. 


Recalculando la ruta de nuestros sentimientos: la alegría de los pastores
Nuestros sentimientos nacen en la frontera misteriosa donde se tocan y confunden el cuerpo y el alma. Por lo mismo, son escurridizos y no se dejan dominar fácilmente por nuestra voluntad. Hace falta un buen nivel de madurez y dominio personal para negociar con ellos y alinearlos con las propias convicciones y motivaciones. La lenta educación de nuestros sentimientos requiere además, entre otras cosas, un alimento adecuado. La psicología cognitiva ha mostrado la profunda conexión entre pensamientos, sentimientos y comportamientos. Para que nuestros sentimientos sean positivos e inspiren actitudes y actuaciones también positivas, hay que alimentarlos con pensamientos positivos. En este nivel juegan un papel muy destacado las «buenas noticias». 
Según el Evangelio de san Lucas, mientras Jesús nacía en Belén, «unos pastores dormían al raso, vigilando por turnos sus rebaños» . La expresión «dormir al raso», además de aludir a la pobreza en que vivían estos hombres, evoca una existencia vulnerable, expuesta a las inclemencias de la vida. Ellos representan, en cierto modo, a cuantos viven hoy también «al raso» en un mundo poco amigable, por no decir adverso, y expuestos al rigor de una existencia cargada de miedos, oscuridades, injusticias, desamores, olvidos y marginaciones. Nada de extraño es que los sentimientos de tales personas vayan por la calle de la amargura, sin otro destino que el de un futuro triste e incierto.
Para cambiar de ruta, los sentimientos necesitan a veces una gran noticia. Y ésa fue la que un ángel trajo a los pastores en la noche de la Navidad: «¡Os anuncio una gran alegría, que será para todo el pueblo!». El hecho de que el ángel haya dicho «una gran alegría» y no «una gran noticia» resulta interesante. No sólo significa que «noticia» y «alegría» son una misma cosa cuando se anuncia a Jesús; significa también que la alegría cristiana es «comunicable» porque toca una fibra esencial de la existencia humana, que es la necesidad de salvación: «Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor».
En otras palabras, el ángel anunció a los pastores el hecho de que la Misericordia de Dios, en aquella noche, se volvió «accesible», porque «se hizo Carne»; se hizo visible, constatable. Sería a partir de entonces una Misericordia capaz de hablar, de tocar, de curar, de alimentar, de enseñar, de conmover, de resucitar a todo ser humano. 
El ángel que trajo el anuncio a los pastores, junto con una multitud de ángeles que se le unió en ese momento, alabó a Dios diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». La paz es un tipo particular de alegría. Es una alegría mansa, blanca y sosegada; pero no por ello menos intensa que otros tipos de alegría. La alabanza de los ángeles nos permite intuir que este tipo de alegría nace cuando damos gloria a Dios con nuestra vida, por encima de cualquier circunstancia. De este modo, nuestros sentimientos pueden recalcular siempre su ruta; pueden encontrar una ruta de salida hacia la alegría, aun estando expuestos a la adversidad. 
La Navidad constituye así también una oportunidad para recalcular nuestros sentimientos; para no dejar que se vayan sin más por la calle de la amargura. La gran «noticia-alegría» del nacimiento de Jesús es una ruta de esperanza, una vía alterna a la soledad y la tristeza, una calle luminosa que topa donde está Aquél que es la sonrisa del Padre, la Misericordia de Dios hecha caricia sobre el mundo. 
    
Recalculando la ruta de nuestro corazón: la generosidad de los magos
El corazón es un cruce de caminos; casi se diría un «distribuidor vial» por el que cruzan muchas rutas. Las ciudades modernas los tienen muy hermosos, como un tejido de avenidas, pasos a desnivel y puentes que ofrecen a la vista una sensación de complejidad y belleza al mismo tiempo. 
    Cuando se trata del corazón, la complejidad no siempre ayuda. 
Ahí es fácil perderse. El discernimiento es fundamental. Discernir significa «consultar el GPS» de la conciencia, de la prudencia, de la oración, para tomar sólo caminos francos y no calles cerradas, túneles ciegos o puentes a medio hacer que pueden terminar en el vacío. 
    El Corazón de Dios, en cambio, es sencillísimo. Tiene una única ruta de salida: la Vía de la Misericordia. Esta ruta, en la medida en que se acerca a cada ser humano, se ramifica y toma diferentes nombres, como «gracia», «bendición», «generosidad», «perdón», «compasión» y muchos otros más. 
    Los Magos de Oriente, que menciona el evangelista Mateo, también siguieron una sola ruta. Según los historiadores, ellos eran sabios y astrónomos de la época; hombres dedicados a la observación y al pensamiento. Una noche vieron aparecer una estrella luminosa. No sabemos cómo –quizá por una revelación interior, quizá por ciertas concordancias– llegaron a la conclusión de que aquella estrella tenía un significado: había nacido un nuevo rey, posiblemente en Jerusalén. Entonces sintieron la necesidad de recalcular la ruta de su vida, quizá demasiado tranquila y acomodada. Decidieron emprender un largo viaje tomando como orientación aquella estrella. Pero el suyo no sería un viaje de placer; tampoco de curiosidad; sería, como también señala el evangelista, un viaje de generosidad. 
La generosidad es una ruta hermosa, pero no siempre luminosa. Las estrellas se esconden; y a veces también se confunden. Hay que estar atentos para descubrir a quién y cómo se puede ayudar. Una cosa es cierta: nadie emprende la ruta de la generosidad si primero no recalcula la ruta de su corazón para seguir los impulsos del amor. Porque la generosidad requiere, ante todo, un atributo muy propio del amor: la observación. La caridad –explica Benedicto XVI– parte de un «corazón que ve». Los magos vieron una estrella e intuyeron, a través de ella, que «alguien» tenía necesidad de ellos.
En segundo lugar, la generosidad exige disponibilidad para acercarse. El recorrido de los magos seguramente fue largo. Como suele serlo también el camino –a veces sólo interior– que lleva hasta quienes nos necesitan. El Papa Francisco ha insistido en que debemos salir de nosotros mismos para ir a las «periferias existenciales». En una de sus cartas dice textualmente: «Hay una humanidad entera que espera: personas que han perdido toda esperanza, familias en dificultad, niños abandonados, jóvenes sin futuro, enfermos y ancianos abandonados, ricos saciados de bienes pero con el corazón vacío, hombres y mujeres que buscan el sentido de la vida sedientos de Dios». Las periferias existenciales no son tales porque estén lejos geográficamente; lo son porque nadie se aproxima a ellas, nadie se hace «prójimo» acercándose a sus heridas y necesidades. 
La ruta de la generosidad supone también un corazón desprendido: un corazón que recalcula continuamente su ruta para no seguir la vía de la avaricia, de las compras compulsivas, del consumismo irracional. Los magos no se preguntaron si tenían o no suficiente oro, incienso y mirra para sí mismos. Simplemente cargaron sus animales con lo que tenían y se pusieron en camino.
Finalmente, la ruta de la generosidad supone un corazón atento a las verdaderas necesidades de los demás. También aquí es preciso un buen discernimiento. Nuestro corazón puede buscar las rutas más sencillas, las más cómodas, las más «gratificantes». Es muy fácil dar un pan a un hambriento y luego quedarse con la conciencia tranquila. La ruta de la generosidad, sin excluir los gestos sencillos y concretos de caridad, busca también soluciones de fondo, que no siempre se ven a primera vista. Los magos son un excelente ejemplo. Ellos encontraron a un bebé recién nacido junto a su madre. Pero no se quedaron en esa primera impresión, intuyeron mucho más. Los dones que le hicieron a Jesús tenían un valor específico, cubrirían una necesidad no necesariamente material, pero sí acorde a la triple condición de aquel Niño: oro, porque era Rey; incienso porque era Dios; y mirra, porque era Hombre. Así también, muchos hombres y mujeres, además de una ayuda material, necesitan un reconocimiento, una alabanza, una atención, un gesto de aprobación, una sonrisa. 
Las rutas de la generosidad son infinitas. La Iglesia ha encontrado un modo de sintetizarlas en las así llamadas «Obras de Misericordia». Son catorce: siete corporales y siete espirituales. Las obras de misericordia corporales son visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, visitar a los presos y enterrar a los difuntos. Las obras de misericordia espirituales son enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca, perdonar al que nos ofende, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo y rezar a Dios por los vivos y por los difuntos. 
Todas estas obras son rutas que reproducen, cada una a su modo, la gran ruta del Amor Misericordioso de Dios. Todo hombre está llamado a recorrer continuamente estas rutas. Al hacerlo, el corazón experimenta normalmente una profunda alegría, porque ha sido diseñado precisamente para eso. Y es que, en el fondo, el corazón del hombre está hecho a imagen y semejanza del Corazón de Dios; y sólo se siente verdaderamente humano en la medida en que sintoniza con la misericordia divina. 


Recalculando la ruta de nuestras esperanzas: la paciencia de Simeón y Ana
La vida es una tensión hacia el futuro. Nuestro centro de gravedad no está en el presente. Porque el hombre es expectativa; es «ruta” que lleva siempre hacia el porvenir. Sólo que nuestras esperanzas necesitan muchas veces ser recalculadas y ajustadas. Porque el futuro desmiente muchas veces nuestros sueños y proyectos. Para decirlo con el escritor Jules Renard, «un proyecto es sólo un borrador del futuro. A veces el futuro necesita cientos de borradores». 
Simeón y Ana eran ya viejos cuando aparecen en la Biblia. Tenían mucho pasado; futuro, ya no tanto. Con todo, estaban llenos de esperanza. De Simeón dice san Lucas que «esperaba la consolación de Israel». De Ana, dice que era una profetisa «muy avanzada en días»; y después, ya sin eufemismos, que era viuda y tenía ochenta y cuatro años. Lo más importante para Lucas es que eran personas de oración, asiduas en el templo y dóciles al Espíritu Santo. Dice que a Simeón, en particular, el Espíritu Santo le había revelado que «no vería la muerte antes de ver al Cristo del Señor». 
Simeón y Ana eran expertos en las cosas de la vida. Los ancianos son compendios de experiencia y de sabiduría, sin importar sus letras ni sus logros. Pero ambos tenían el corazón de niño, porque vivían llenos de ilusión. Una ilusión que tenía nombre y apellido: «el Cristo del Señor». 
El templo constituía para ellos el epicentro de esta esperanza. Cada vez que acudían ahí, sentían cómo crecía su esperanza; una esperanza que «iluminaba sus días y llenaba sus noches», como dice la canción. Sabían que les quedaban pocos días de vida, y decidieron pasarlos, en cuanto les fuera posible, en ese lugar sagrado. Sus corazones se anclaron en el templo como en un puerto seguro, como en una marina donde el agua es un remanso ajeno a las corrientes y al oleaje del mar abierto. 
Bien vale la pena recalcular también nuestras rutas de todos los días para no dejar de pasar, aunque sea un momento, por el templo, por la iglesia, por la capilla. Ahí donde ya no es preciso esperar al Mesías, porque es Él quien nos espera a nosotros. Cierto que las esperas de Dios a veces son más largas que las nuestras. Dios nos espera con una paciencia infinita. Pero Él nunca desespera. Sólo recalcula su esperanza, cuando ve que en lugar de acercarnos, nos alejamos más de Él. No se frustra, no se inquieta. Sólo cambia de ruta y nos espera en otra capilla.
Una mañana, Simeón y Ana, cada uno por su lado, sintió una moción especial; un presentimiento que aceleró su corazón. Como todos los días, aunque con paso más apresurado y nervioso, fueron al templo. Y llegaron en el preciso momento en que José y María entraban con el Niño para presentarlo al Señor. Entonces, dice el Evangelio, «Simeón le tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: ‘Ahora, Señor, puedes dejar que tu siervo se vaya en paz, porque mis ojos han visto tu Salvación’». Ana, por su parte, «como viniese en aquella misma hora, alabó también a Dios y hablaba del Niño a cuantos esperaban la redención de Jerusalén».
Nuestras esperanzas quizá se han desgastado con el tiempo y el golpeteo de algunas decepciones. Aún así, Dios nos invita a no desistir de ellas; sólo a recalcularlas. Dios cumple sus promesas no cuando a nosotros nos gustaría que fuera, sino cuando Él sabe que más nos conviene. En cualquier caso, todas nuestras esperanzas deberían fundarse en la certeza de que Dios cumple sus promesas y puede sorprendernos con una visita inesperada el día menos pensado y a la vuelta de cualquier esquina. 
     
La Navidad de la Misericordia
Estamos por vivir una Navidad muy especial. Será la Navidad del Jubileo Extraordinario de la Misericordia; ocasión propicia para constatar, una vez más, cómo Jesús se adapta a nuestras rutas con tal de no perdernos, con tal de caminar a nuestro lado y hacernos sentir cuánto nos ama.
Dice, en este sentido, un hermoso himno litúrgico: «Ando por mi camino, pasajero, y a veces creo que voy sin compañía, hasta que siento el paso que me guía, al compás de mi andar, de otro viajero. No lo veo, pero está. Si voy ligero, él apresura el paso; se diría que quiere ir a mi lado todo el día, invisible y seguro el compañero. Al llegar a terreno solitario, él me presta valor para que siga, y, si descanso, junto a mí reposa. Y, cuando hay que subir monte (Calvario lo llama él), siento en su mano amiga, que me ayuda, una llaga dolorosa».
Con este Compañero de camino, que afianza y da seguridad a nuestros pasos, podemos recalcular todas nuestras rutas: la ruta de nuestra voluntad, para hacerla más dócil a la voluntad del Padre; la ruta de nuestros pensamientos, para hacerlos más benévolos y comprensivos; la ruta de nuestros sentimientos para llevarlos por la vía de la alegría; la ruta de nuestras esperanzas para crecer en la paciencia; y la ruta de nuestro corazón para hacerlo generoso y ponerlo cada vez más al servicio de la misericordia divina. 




¡Muy feliz Navidad!




P. Alejandro Ortega Trillo, L.C.

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INGENIERÍA INTERIOR

12/6/2015

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INGENIERÍA INTERIOR

Jorge Valdés fue líder del narcotráfico mundial en los años setenta. A los veintitrés años ganaba tres millones de dólares mensuales. Pronto tuvo mansiones, barcos, aviones privados, armas y todo el placer que quiso. Un día lo capturaron y encarcelaron. Tras años de prisión y una profunda conversión espiritual, Jorge resume hoy su experiencia con estas palabras: «el ser humano viene a la tierra con un “hoyo” dentro de sí, que nada puede llenar; sólo Jesucristo». 
Para rellenar ese hoyo, Juan Bautista sugiere una obra de ingeniería. Consiste en mejorar los caminos del corazón para que Jesús pueda entrar y caminar con plena libertad. Según el profeta Isaías, a quien Juan cita, la obra consta de cuatro trabajos: rebajar los montes, rellenar los valles, enderezar lo tortuoso y allanar lo áspero.
Es frecuente que, con el paso del tiempo, se vayan formando montañas de orgullo, vanidad y autosuficiencia en nuestro corazón, haciéndolo intransitable. El orgullo consiste en creerse o sentirse más que los demás; la vanidad, en preocuparse excesivamente por la propia imagen; y la autosuficiencia, en una actitud de excesiva autonomía, independencia e individualismo. Para rebajar los montes y colinas hay que trabajar en la humildad. Hay que echar mano de poderosas excavadoras, como son la mansedumbre, la sencillez y la apertura a los demás. 
Un valle es una depresión topográfica. Los «valles del corazón» son la tristeza, la frustración, la insatisfacción y los complejos. Rellenar los valles significa trabajar en la ilusión, en la alegría, para no permitir que las adversidades agrieten nuestro interior. Es cierto que los ríos de la vida, que arrastran de todo, erosionan y hieren el corazón. Con la ayuda de la gracia, sin embargo, podemos siempre rellenar esas hendiduras, sanar esas heridas. 
Los caminos del corazón no siempre son rectos. A veces se presentan intenciones torcidas, impurezas y malquerencias. Es preciso enderezar esos caminos: rectificar las intenciones, purificar los afectos, corregir las malas inclinaciones. Sólo los puros «verán a Dios», dice la bienaventuranza. Un corazón puro es de una pieza, nítido y transparente; es un corazón sin repliegues ni complicaciones ni enredos. 
El último trabajo de ingeniería que requiere el corazón es «allanar los áspero». Las asperezas se muestran en el trato y la cara que damos a los demás. A veces somos rudos, desconsiderados, impacientes y secos. Otras veces, nos dejamos llevar por la ira, el rencor o la sed de venganza. La ingeniería interior tiene como objetivo dulcificar el corazón; aplanarlo para hacerlo más suave y bondadoso. La Navidad suele ser un tiempo de mayor convivencia familiar. Conviene cuidar de modo especial las palabras y el trato mutuo para crear un ambiente de armonía y cariño. 
Obviamente, esta obra de ingeniería interior resulta imposible sin la ayuda del Espíritu Santo. Para nuestra fortuna, Él ya está trabajando; de día y de noche, y con maquinaria pesada. No nos desalentemos si sentimos que la obra es demasiado grande y nuestro progreso, demasiado lento. Invoquemos al Espíritu Santo, el gran artífice de nuestra santificación, para que, con su ayuda, terminemos la obra a tiempo y logremos un corazón bien dispuesto para recibir al Señor.
María es experta en obras y trabajos del corazón. Ella, como buena madre, conoce muy bien el nuestro y sus necesidades. Encomendemos a Ella esta obra interior. Especialmente en la inminencia del inicio del Jubileo Extraordinario de la Misericordia. Sintamos la presencia de aquella que es la Madre de la Misericordia. Ella intercede por la conversión de cada uno de sus hijos y dirige, como buena ama de casa, todos los trabajos del corazón. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.

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