
CENIZAS
Hace poco se quemó la Puerta Santa de la Catedral de Hermosillo. Lo leí en la prensa, de paso por esa ciudad mientras daba algunas conferencias. Entre las cenizas, los bomberos encontraron los restos del logotipo del Jubileo de la Misericordia: la imagen de Jesús, Buen Samaritano, que lleva a cuestas a un hombre, símbolo de la humanidad malherida.
Se investigan las causas del incendio. No se descarta –más aún, parece la pista más probable– un siniestro provocado. Alguien prendió fuego. Pero ¿quién y por qué habrá querido quemar la Puerta Santa? ¿Será que el mismísimo demonio está ardiendo de rabia al ver cómo alcanzan la indulgencia millones de personas que atraviesan los millares de puertas de la misericordia que el Papa Francisco mandó abrir en todo el mundo?
El alma de la misericordia es el amor; y el amor, como la zarza de la Biblia, no se consume por el fuego, se vivifica. Aún así, llama la atención que se intente de tantas maneras prenderle fuego para desvirtuarlo y reducirlo a cenizas. Algunos lo hacen difundiendo la idea de que el amor no es más que un sentimiento, egoísta y fugaz. Otros lo explotan como mercancía o incentivo para sus ventas. Otros lo meten al horno del erotismo, de una sexualidad falseada y desvinculada. Otros le prenden fuego con envidias, discordias, cizañas, porque no toleran el amor auténtico entre los demás. Otros fabrican en su corazón bombas de odio, de rencor, de venganza inmisericorde.
En cualquier caso, hasta las cenizas quedan como testimonio de aquello que resiste, que sobrevive a cualquier incendio. Las cenizas ya no pueden ser menos que cenizas. Y a veces los amores necesitan llegar hasta ese punto, para despojarse de elementos externos y volver a lo esencial. De hecho, la Iglesia utiliza las cenizas cada año como una invitación a la reconciliación con Dios y con el prójimo. Ella sabe que de las cenizas puede renacer un amor más puro, más sencillo, más sincero y más humilde.
Ya en la antigüedad, las cenizas hablaban de duelo y de arrepentimiento. El Rey David, cuando enfermó gravemente el hijo que le había dado Betsabé, la esposa de Urías, se sentó sobre cenizas para invocar el perdón de Dios y suplicar la curación de su hijo. Otros personajes de la Biblia y pueblos enteros, como los ninivitas, se vistieron de sayal y se echaron ceniza en la cabeza para expresar su actitud de arrepentimiento y penitencia.
Cuando hice mi noviciado, la pared del seminario colindaba con una amplísima llanura de campos de labranza. Era Castilla, en España. Todos los años, después de la cosecha, se les prendía fuego. Los campos, del verde primaveral y del dorado estivo, pasaban al negro en otoño. Pero aquellas llanuras calcinadas no eran campos de muerte. Sólo se preparaban para una nueva cosecha. Había que quemar los rastrojos de la cosecha pasada para que las nuevas semillas encontrasen un terreno fértil y el sol pudiera iluminar y calentar de nuevo la tierra hasta hacerlas germinar.
Quiera Dios que esta Cuaresma, que hemos iniciado hace unos días con la imposición de las cenizas, sea un signo eficaz de que estamos dispuestos a quemar tantos rastrojos del alma, y dejarla lista para recibir las semillas que Dios está aventando ya a manos llenas. Sobre todo en este Año Jubilar de la Misericordia, cuyas puertas, aunque alguien intente quemarlas, seguirán estando abiertas. Porque la Misericordia Divina es Fuego y, como tal, nunca se quema.
aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.
Hace poco se quemó la Puerta Santa de la Catedral de Hermosillo. Lo leí en la prensa, de paso por esa ciudad mientras daba algunas conferencias. Entre las cenizas, los bomberos encontraron los restos del logotipo del Jubileo de la Misericordia: la imagen de Jesús, Buen Samaritano, que lleva a cuestas a un hombre, símbolo de la humanidad malherida.
Se investigan las causas del incendio. No se descarta –más aún, parece la pista más probable– un siniestro provocado. Alguien prendió fuego. Pero ¿quién y por qué habrá querido quemar la Puerta Santa? ¿Será que el mismísimo demonio está ardiendo de rabia al ver cómo alcanzan la indulgencia millones de personas que atraviesan los millares de puertas de la misericordia que el Papa Francisco mandó abrir en todo el mundo?
El alma de la misericordia es el amor; y el amor, como la zarza de la Biblia, no se consume por el fuego, se vivifica. Aún así, llama la atención que se intente de tantas maneras prenderle fuego para desvirtuarlo y reducirlo a cenizas. Algunos lo hacen difundiendo la idea de que el amor no es más que un sentimiento, egoísta y fugaz. Otros lo explotan como mercancía o incentivo para sus ventas. Otros lo meten al horno del erotismo, de una sexualidad falseada y desvinculada. Otros le prenden fuego con envidias, discordias, cizañas, porque no toleran el amor auténtico entre los demás. Otros fabrican en su corazón bombas de odio, de rencor, de venganza inmisericorde.
En cualquier caso, hasta las cenizas quedan como testimonio de aquello que resiste, que sobrevive a cualquier incendio. Las cenizas ya no pueden ser menos que cenizas. Y a veces los amores necesitan llegar hasta ese punto, para despojarse de elementos externos y volver a lo esencial. De hecho, la Iglesia utiliza las cenizas cada año como una invitación a la reconciliación con Dios y con el prójimo. Ella sabe que de las cenizas puede renacer un amor más puro, más sencillo, más sincero y más humilde.
Ya en la antigüedad, las cenizas hablaban de duelo y de arrepentimiento. El Rey David, cuando enfermó gravemente el hijo que le había dado Betsabé, la esposa de Urías, se sentó sobre cenizas para invocar el perdón de Dios y suplicar la curación de su hijo. Otros personajes de la Biblia y pueblos enteros, como los ninivitas, se vistieron de sayal y se echaron ceniza en la cabeza para expresar su actitud de arrepentimiento y penitencia.
Cuando hice mi noviciado, la pared del seminario colindaba con una amplísima llanura de campos de labranza. Era Castilla, en España. Todos los años, después de la cosecha, se les prendía fuego. Los campos, del verde primaveral y del dorado estivo, pasaban al negro en otoño. Pero aquellas llanuras calcinadas no eran campos de muerte. Sólo se preparaban para una nueva cosecha. Había que quemar los rastrojos de la cosecha pasada para que las nuevas semillas encontrasen un terreno fértil y el sol pudiera iluminar y calentar de nuevo la tierra hasta hacerlas germinar.
Quiera Dios que esta Cuaresma, que hemos iniciado hace unos días con la imposición de las cenizas, sea un signo eficaz de que estamos dispuestos a quemar tantos rastrojos del alma, y dejarla lista para recibir las semillas que Dios está aventando ya a manos llenas. Sobre todo en este Año Jubilar de la Misericordia, cuyas puertas, aunque alguien intente quemarlas, seguirán estando abiertas. Porque la Misericordia Divina es Fuego y, como tal, nunca se quema.
aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.