
PUNTO DE ENCUENTRO
Alejandro Ortega Trillo
La cruz une el cielo y la tierra. Erigida como un estandarte sobre el horizonte humano, en ella se topan y cruzan dos historias: la de Dios y la del hombre. La cruz es punto de encuentro o, mejor dicho, de reencuentro. En ella, el hombre se reencuentra con Dios, con los demás, consigo mismo y con su realidad.
En tiempos de Jesús había cinco maneras de ajusticiar a los condenados a muerte: lapidación –a pedradas–, decapitación, con flechas, inmersión en aceite hirviendo y crucifixión. Ésta última –la más humillante y cruel de todas– era reservada a los esclavos. Jesús –el hombre más libre que jamás haya existido– escogió la cruz. Cuando la turba gritó desaforada ante Pilato: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”, no era ella la que decidía; era Él quien había optado. Y su elección no fue casual.
La cruz constituye, en primer lugar, el reencuentro del hombre con Dios. Dios había dicho: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos ni mis caminos son vuestros caminos” (Is 55, 8). En la cruz, por así decir, llegan a serlo. La historia humana, que había sido hasta entonces una “historia de perdición”, se encontró con una historia divina, que había sido y es siempre una “historia de salvación”. En la cruz, pecado y gracia, ofensa y perdón, perdición y salvación, miseria y misericordia se tocan, se entrelazan, se reconcilian.
En segundo lugar, la cruz constituye el reencuentro del hombre con el hombre. Ninguna realidad más solidaria que ella. En la cruz nos encontramos todos, porque todos sufrimos. La experiencia de la cruz es universal. La cruz es punto de encuentro de todas las historias humanas, porque todas comparten amores, penas y dolores. Por eso, la cruz libera del aislamiento egoísta y del resentimiento estéril. Ella nos abre a la dimensión del sufrimiento compartido, del dolor que hermana, de la carga ajena que podemos hacer nuestra y así aligerarla.
En la cruz, el hombre se reencuentra consigo mismo. Nada hace al hombre más reflexivo que el sufrir. La cruz lleva de la mano a quien sea hasta el interior del alma. Ella tiene una potencia introspectiva extraordinaria. Sin ella, un amplio sector de nuestro ser quedaría siempre desconocido para nosotros mismos. La cruz es signo e instrumento de madurez y liberación interior. Ella nos abre a la dimensión del significado profundo de todo lo que vivimos. Mirándola, como los israelitas miraron la serpiente de bronce hecha por Moisés en el desierto, somos salvados no sólo de la arrogancia; también de la desesperación y el sinsentido.
Finalmente, en la cruz, el hombre se reencuentra con su propia realidad y circunstancia. Es decir, con ese variopinto escenario vital que es su entorno, y que, en buena medida, nadie escogió para sí. Mirar la cruz es aceptar la realidad como es; dejar de forcejear para tomarla, como Cristo, mansamente. Es obvio que cada uno está llamado, en lo posible, a mejorar su entorno y condición de vida. Pero siempre con un sano realismo: muchos ingredientes de esa realidad seguirán siendo lo que son: cruz que ofrecer, que amar, que transformar –unida a la de Cristo– en salvación para sí mismo y para los demás.
Dios no se equivocó. Para entender la vida, hay que mirar la cruz de frente y entender que ella no es sólo un instrumento de suplicio sino una clave de lectura; un faro de luz; un mástil que mantiene nuestra barca a velas desplegadas. Sólo así, la cruz deja de ser tragedia y se transforma en elección: en punto y momento de encuentro con Dios, con los demás, con nosotros mismos y con nuestra realidad. Sólo así la cruz es fuerza que une destinos y entrelaza historias, que se vuelven sagradas. aortega@legionaries.org Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente coordina la pastoral familiar del Movimiento Regnum Christi y trabaja apostólicamente en Roma.
Alejandro Ortega Trillo
La cruz une el cielo y la tierra. Erigida como un estandarte sobre el horizonte humano, en ella se topan y cruzan dos historias: la de Dios y la del hombre. La cruz es punto de encuentro o, mejor dicho, de reencuentro. En ella, el hombre se reencuentra con Dios, con los demás, consigo mismo y con su realidad.
En tiempos de Jesús había cinco maneras de ajusticiar a los condenados a muerte: lapidación –a pedradas–, decapitación, con flechas, inmersión en aceite hirviendo y crucifixión. Ésta última –la más humillante y cruel de todas– era reservada a los esclavos. Jesús –el hombre más libre que jamás haya existido– escogió la cruz. Cuando la turba gritó desaforada ante Pilato: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”, no era ella la que decidía; era Él quien había optado. Y su elección no fue casual.
La cruz constituye, en primer lugar, el reencuentro del hombre con Dios. Dios había dicho: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos ni mis caminos son vuestros caminos” (Is 55, 8). En la cruz, por así decir, llegan a serlo. La historia humana, que había sido hasta entonces una “historia de perdición”, se encontró con una historia divina, que había sido y es siempre una “historia de salvación”. En la cruz, pecado y gracia, ofensa y perdón, perdición y salvación, miseria y misericordia se tocan, se entrelazan, se reconcilian.
En segundo lugar, la cruz constituye el reencuentro del hombre con el hombre. Ninguna realidad más solidaria que ella. En la cruz nos encontramos todos, porque todos sufrimos. La experiencia de la cruz es universal. La cruz es punto de encuentro de todas las historias humanas, porque todas comparten amores, penas y dolores. Por eso, la cruz libera del aislamiento egoísta y del resentimiento estéril. Ella nos abre a la dimensión del sufrimiento compartido, del dolor que hermana, de la carga ajena que podemos hacer nuestra y así aligerarla.
En la cruz, el hombre se reencuentra consigo mismo. Nada hace al hombre más reflexivo que el sufrir. La cruz lleva de la mano a quien sea hasta el interior del alma. Ella tiene una potencia introspectiva extraordinaria. Sin ella, un amplio sector de nuestro ser quedaría siempre desconocido para nosotros mismos. La cruz es signo e instrumento de madurez y liberación interior. Ella nos abre a la dimensión del significado profundo de todo lo que vivimos. Mirándola, como los israelitas miraron la serpiente de bronce hecha por Moisés en el desierto, somos salvados no sólo de la arrogancia; también de la desesperación y el sinsentido.
Finalmente, en la cruz, el hombre se reencuentra con su propia realidad y circunstancia. Es decir, con ese variopinto escenario vital que es su entorno, y que, en buena medida, nadie escogió para sí. Mirar la cruz es aceptar la realidad como es; dejar de forcejear para tomarla, como Cristo, mansamente. Es obvio que cada uno está llamado, en lo posible, a mejorar su entorno y condición de vida. Pero siempre con un sano realismo: muchos ingredientes de esa realidad seguirán siendo lo que son: cruz que ofrecer, que amar, que transformar –unida a la de Cristo– en salvación para sí mismo y para los demás.
Dios no se equivocó. Para entender la vida, hay que mirar la cruz de frente y entender que ella no es sólo un instrumento de suplicio sino una clave de lectura; un faro de luz; un mástil que mantiene nuestra barca a velas desplegadas. Sólo así, la cruz deja de ser tragedia y se transforma en elección: en punto y momento de encuentro con Dios, con los demás, con nosotros mismos y con nuestra realidad. Sólo así la cruz es fuerza que une destinos y entrelaza historias, que se vuelven sagradas. aortega@legionaries.org Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente coordina la pastoral familiar del Movimiento Regnum Christi y trabaja apostólicamente en Roma.