
SAL DE TU SEPULCRO
P. Alejandro Ortega Trillo, L.C.
Un amigo de la universidad cayó en el vicio de la pornografía. Se sentía inquieto, angustiado, sepultado en un oscuro hábito del que no podía salir. Como él, muchos nos sentimos a veces sepultados en enfermedades espirituales o morales, sin hallar cómo salir a la luz y la libertad. Suele llegarse hasta ahí por no atender una situación a tiempo, por reincidir en malos comportamientos o por el peso de una situación que supera a la persona escasa de prudencia o voluntad. Por fortuna, para Dios nadie es un caso perdido. Él puede intervenir en cualquier momento, y recursos no le faltan. Sólo hay que confiar en Él y permitirle actuar cuando y como Él quiera.
El Evangelio presenta un caso emblemático en la persona de Lázaro de Betania. Estaba gravemente enfermo cuando sus hermanas, Martha y María, mandaron llamar a Jesús para que lo curara. Pero Jesús no acudió inmediatamente; las dejó esperando. De hecho, nunca llegó. Para cuando lo hizo, era demasiado tarde. Lázaro había muerto.
Como se ve, Dios no siempre responde cuando lo invocamos; o, si responde, no siempre lo hace “a tiempo”. Lo que pasa es que Dios siempre escucha, pero no siempre responde. O, mejor, Él tiene la respuesta justa a lo que de verdad necesitamos: a veces dice “sí”, y actúa; otras veces dice “sí, pero no ahora”; y otras veces dice “no, porque tengo algo mejor que darte”. Dios responde también con su silencio. Sobre todo cuando quiere que ejercitemos la esperanza, la paciencia, la aceptación de su Voluntad. Alguien dijo que debemos orar no hasta que Dios nos oiga sino hasta que nosotros oigamos a Dios.
En cualquier caso, Dios tiene el poder de arreglarlo todo pasando por encima de cualquier imposible humano. Un muerto, según la mentalidad judía, conservaba el alma hasta el tercer día. A partir del cuarto, con la descomposición del cuerpo, el alma no podía estar ya ahí, y era ya impensable una resurrección. Pero Dios nunca llega tarde. Interviene en el momento preciso. Y el momento preciso es cuando humanamente no hay nada que hacer, fuera de esperar que Dios haga algo.
El milagro de la resurrección de Lázaro comenzó con un mandato: “¡Quiten la losa!”. Jesús quería, en realidad, que removieran otra losa más pesada: la de la duda, la incredulidad, la desesperanza, la tristeza, que obstaculizan el obrar divino. Jesús había dicho que esa enfermedad no era de muerte, sino que serviría para la gloria de Dios. Y le dice a Martha: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?”. Pero, ¿cuál es la gloria de Dios? “La gloria de Dios –explica san Ireneo– es que el hombre viva”. Dios ama tanto al hombre que pone su poder y sus recursos para que él viva. “No me complazco en la muerte del pecador, sino en que cambie de conducta y viva”, dice la Biblia.
El momento culmen del milagro se dio cuando Jesús, conmovido, gritó a Lázaro: “¡Sal fuera!”. ¿Cómo no escuchar ese mismo grito en lo profundo de nuestro corazón? ¡Sal fuera de tu incredulidad, sepulcro de tu fe; sal fuera de tu desaliento, sepulcro de tu esperanza; sal fuera de tu egoísmo, sepulcro de tu amor; sal fuera de tu rencor, sepulcro de tu perdón; sal fuera de tu amargura, sepulcro de tu alegría!
Quizá tengas que salir, como Lázaro, todo vendado y atado. Un alumno de teología levantó la objeción: “¿Cómo pudo salir Lázaro del sepulcro, si dice el Evangelio que estaba vendado de pies y manos?”. La respuesta es muy sencilla: si Dios ya hizo lo grande, que fue devolverle la vida, cómo salir del sepulcro ya es lo de menos. También tú, si escuchas a Cristo que te dice: “¡sal fuera de tu sepulcro!”, sal; y si sigues vendado y atado, hazlo, aunque sea a brinquitos.
aortega@legionaries.org Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor del libro Vicios y virtudes. Actualmente colabora en las oficinas generales de la Legión de Cristo y cursa estudios de especialización en Roma
P. Alejandro Ortega Trillo, L.C.
Un amigo de la universidad cayó en el vicio de la pornografía. Se sentía inquieto, angustiado, sepultado en un oscuro hábito del que no podía salir. Como él, muchos nos sentimos a veces sepultados en enfermedades espirituales o morales, sin hallar cómo salir a la luz y la libertad. Suele llegarse hasta ahí por no atender una situación a tiempo, por reincidir en malos comportamientos o por el peso de una situación que supera a la persona escasa de prudencia o voluntad. Por fortuna, para Dios nadie es un caso perdido. Él puede intervenir en cualquier momento, y recursos no le faltan. Sólo hay que confiar en Él y permitirle actuar cuando y como Él quiera.
El Evangelio presenta un caso emblemático en la persona de Lázaro de Betania. Estaba gravemente enfermo cuando sus hermanas, Martha y María, mandaron llamar a Jesús para que lo curara. Pero Jesús no acudió inmediatamente; las dejó esperando. De hecho, nunca llegó. Para cuando lo hizo, era demasiado tarde. Lázaro había muerto.
Como se ve, Dios no siempre responde cuando lo invocamos; o, si responde, no siempre lo hace “a tiempo”. Lo que pasa es que Dios siempre escucha, pero no siempre responde. O, mejor, Él tiene la respuesta justa a lo que de verdad necesitamos: a veces dice “sí”, y actúa; otras veces dice “sí, pero no ahora”; y otras veces dice “no, porque tengo algo mejor que darte”. Dios responde también con su silencio. Sobre todo cuando quiere que ejercitemos la esperanza, la paciencia, la aceptación de su Voluntad. Alguien dijo que debemos orar no hasta que Dios nos oiga sino hasta que nosotros oigamos a Dios.
En cualquier caso, Dios tiene el poder de arreglarlo todo pasando por encima de cualquier imposible humano. Un muerto, según la mentalidad judía, conservaba el alma hasta el tercer día. A partir del cuarto, con la descomposición del cuerpo, el alma no podía estar ya ahí, y era ya impensable una resurrección. Pero Dios nunca llega tarde. Interviene en el momento preciso. Y el momento preciso es cuando humanamente no hay nada que hacer, fuera de esperar que Dios haga algo.
El milagro de la resurrección de Lázaro comenzó con un mandato: “¡Quiten la losa!”. Jesús quería, en realidad, que removieran otra losa más pesada: la de la duda, la incredulidad, la desesperanza, la tristeza, que obstaculizan el obrar divino. Jesús había dicho que esa enfermedad no era de muerte, sino que serviría para la gloria de Dios. Y le dice a Martha: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?”. Pero, ¿cuál es la gloria de Dios? “La gloria de Dios –explica san Ireneo– es que el hombre viva”. Dios ama tanto al hombre que pone su poder y sus recursos para que él viva. “No me complazco en la muerte del pecador, sino en que cambie de conducta y viva”, dice la Biblia.
El momento culmen del milagro se dio cuando Jesús, conmovido, gritó a Lázaro: “¡Sal fuera!”. ¿Cómo no escuchar ese mismo grito en lo profundo de nuestro corazón? ¡Sal fuera de tu incredulidad, sepulcro de tu fe; sal fuera de tu desaliento, sepulcro de tu esperanza; sal fuera de tu egoísmo, sepulcro de tu amor; sal fuera de tu rencor, sepulcro de tu perdón; sal fuera de tu amargura, sepulcro de tu alegría!
Quizá tengas que salir, como Lázaro, todo vendado y atado. Un alumno de teología levantó la objeción: “¿Cómo pudo salir Lázaro del sepulcro, si dice el Evangelio que estaba vendado de pies y manos?”. La respuesta es muy sencilla: si Dios ya hizo lo grande, que fue devolverle la vida, cómo salir del sepulcro ya es lo de menos. También tú, si escuchas a Cristo que te dice: “¡sal fuera de tu sepulcro!”, sal; y si sigues vendado y atado, hazlo, aunque sea a brinquitos.
aortega@legionaries.org Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor del libro Vicios y virtudes. Actualmente colabora en las oficinas generales de la Legión de Cristo y cursa estudios de especialización en Roma