
SALVAR A ALGUIEN
Alejandro Ortega Trillo
Una de mis motivaciones para ser socorrista de la Cruz Roja, cuando tenía quince años, era la posibilidad de salvar a alguien. Con la ayuda de un equipo de paramédicos del estado de California, varios socorristas alcanzamos suficiente técnica y dominio del soporte vital avanzado, y pudimos salvar de hecho algunas vidas.
Con el paso del tiempo caí en la cuenta de que esa “salvación” era sólo temporal. Tarde o temprano, la técnica y la ciencia médica se declararían impotentes ante la muerte. Sólo cuando sentí el llamado de Dios al sacerdocio supe que estaba, ahora sí, ante una potencia salvadora de otras proporciones. Porque la salvación completa y definitiva del hombre es la vida eterna. Y ésa sólo la ofrece Jesucristo.
La Iglesia recibió la misión de continuar la obra salvadora de Jesús en el mundo. Esta obra sigue siendo hoy tan urgente y decisiva como lo fue en tiempos de Jesús. Hoy se despliega bajo el impulso del Espíritu Santo para responder de manera siempre nueva, siempre creativa, a la sed de vida eterna que subsiste en todo corazón humano.
Hoy de manera especial, cabría decir, esta sed tiene un nombre específico: misericordia. El hombre, la sociedad, el mundo de hoy, tiene una profunda necesidad de misericordia. Sus miserias se han multiplicado; sus sufrimientos se han diversificado; sus heridas se han a veces gangrenado y, en cierto modo, perpetuado.
Anunciar el Evangelio hoy significa ofrecer al hombre de hoy la única verdadera posibilidad de salvación que tiene: el Corazón Misericordioso de Dios mismo. Me conmovió lo que explicó en este sentido el Papa Benedicto XVI en uno de sus mensajes con motivo del Domingo Mundial de las Misiones: “Muchas personas viven sin conocer el amor de Dios. Más aún, no han experimentado la paternidad de Dios”.
Jesús vino al mundo, precisamente, para revelarnos que Dios nos ama, que Dios es Padre y que nosotros somos sus hijos. El nuevo esfuerzo de la Iglesia por evangelizar al mundo –la llamada “Nueva Evangelización”– puede quizá sintetizarse en lograr que el hombre de hoy deje de creerse y de sentirse huérfano. Porque esta orfandad, esta pérdida de la experiencia de la paternidad de Dios, comporta además otra pérdida: la experiencia de ser “hijo”. Quien pierde esta noción, es decir, quien no se sabe ni se siente hijo, en el fondo no se sabe ni se siente amado, arropado, querido por sí mismo.
El gran desafío de la Iglesia hoy es convencer al hombre de ser hijo de Dios y ayudarlo a sentirse profundamente amado por Él. Dios no nos ama porque seamos buenos; quizá ni siquiera para que lo seamos. Él nos ama porque somos sus hijos. Y quiere que lo seamos cada vez más y para siempre. Salvarse significa creer en este amor divino que es a la vez sanador y transformante. Obviamente, este “creer” es mucho más que “enterarse”; es adherirse al amor de Dios y dejarse transformar por Él para llevar una existencia nueva, confiada, llena de sentido.
El Evangelio dice también que “quien crea y se bautice, se salvará” (Mc 16, 16). La salvación en la Iglesia se realiza, de manera particularmente eficaz, a través de los sacramentos. Cada uno es la misericordia de Dios encarnada en un signo visible, palpable; es la “mano salvadora” de Dios que se tiende al hombre enfermo o herido por el pecado. La Iglesia posee, en este sentido, los primeros y los últimos auxilios que se dan al hombre; y también los intermedios.
Cada uno tiene sus motivaciones en la vida. Una de mis más grandes motivaciones sigue siendo la posibilidad de salvar a alguien. Pero de salvarlo para siempre. Quiera Dios que todos nos sintamos llamados en primera persona a colaborar en la gran misión de la Iglesia, que es y será siempre la misma de Cristo: salvar hombres. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.
Alejandro Ortega Trillo
Una de mis motivaciones para ser socorrista de la Cruz Roja, cuando tenía quince años, era la posibilidad de salvar a alguien. Con la ayuda de un equipo de paramédicos del estado de California, varios socorristas alcanzamos suficiente técnica y dominio del soporte vital avanzado, y pudimos salvar de hecho algunas vidas.
Con el paso del tiempo caí en la cuenta de que esa “salvación” era sólo temporal. Tarde o temprano, la técnica y la ciencia médica se declararían impotentes ante la muerte. Sólo cuando sentí el llamado de Dios al sacerdocio supe que estaba, ahora sí, ante una potencia salvadora de otras proporciones. Porque la salvación completa y definitiva del hombre es la vida eterna. Y ésa sólo la ofrece Jesucristo.
La Iglesia recibió la misión de continuar la obra salvadora de Jesús en el mundo. Esta obra sigue siendo hoy tan urgente y decisiva como lo fue en tiempos de Jesús. Hoy se despliega bajo el impulso del Espíritu Santo para responder de manera siempre nueva, siempre creativa, a la sed de vida eterna que subsiste en todo corazón humano.
Hoy de manera especial, cabría decir, esta sed tiene un nombre específico: misericordia. El hombre, la sociedad, el mundo de hoy, tiene una profunda necesidad de misericordia. Sus miserias se han multiplicado; sus sufrimientos se han diversificado; sus heridas se han a veces gangrenado y, en cierto modo, perpetuado.
Anunciar el Evangelio hoy significa ofrecer al hombre de hoy la única verdadera posibilidad de salvación que tiene: el Corazón Misericordioso de Dios mismo. Me conmovió lo que explicó en este sentido el Papa Benedicto XVI en uno de sus mensajes con motivo del Domingo Mundial de las Misiones: “Muchas personas viven sin conocer el amor de Dios. Más aún, no han experimentado la paternidad de Dios”.
Jesús vino al mundo, precisamente, para revelarnos que Dios nos ama, que Dios es Padre y que nosotros somos sus hijos. El nuevo esfuerzo de la Iglesia por evangelizar al mundo –la llamada “Nueva Evangelización”– puede quizá sintetizarse en lograr que el hombre de hoy deje de creerse y de sentirse huérfano. Porque esta orfandad, esta pérdida de la experiencia de la paternidad de Dios, comporta además otra pérdida: la experiencia de ser “hijo”. Quien pierde esta noción, es decir, quien no se sabe ni se siente hijo, en el fondo no se sabe ni se siente amado, arropado, querido por sí mismo.
El gran desafío de la Iglesia hoy es convencer al hombre de ser hijo de Dios y ayudarlo a sentirse profundamente amado por Él. Dios no nos ama porque seamos buenos; quizá ni siquiera para que lo seamos. Él nos ama porque somos sus hijos. Y quiere que lo seamos cada vez más y para siempre. Salvarse significa creer en este amor divino que es a la vez sanador y transformante. Obviamente, este “creer” es mucho más que “enterarse”; es adherirse al amor de Dios y dejarse transformar por Él para llevar una existencia nueva, confiada, llena de sentido.
El Evangelio dice también que “quien crea y se bautice, se salvará” (Mc 16, 16). La salvación en la Iglesia se realiza, de manera particularmente eficaz, a través de los sacramentos. Cada uno es la misericordia de Dios encarnada en un signo visible, palpable; es la “mano salvadora” de Dios que se tiende al hombre enfermo o herido por el pecado. La Iglesia posee, en este sentido, los primeros y los últimos auxilios que se dan al hombre; y también los intermedios.
Cada uno tiene sus motivaciones en la vida. Una de mis más grandes motivaciones sigue siendo la posibilidad de salvar a alguien. Pero de salvarlo para siempre. Quiera Dios que todos nos sintamos llamados en primera persona a colaborar en la gran misión de la Iglesia, que es y será siempre la misma de Cristo: salvar hombres. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.