
SEMANA SANTA
Jesús entró en Jerusalén. Fue una decisión valiente, pues bien sabía lo que le esperaba ahí. Él mismo se había referido a Jerusalén como la ciudad que «mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados» (Lc 13, 34). Por eso, aunque la liturgia celebra la «entrada triunfal» de Jesús en Jerusalén, no lo hace de manera ingenua. En la Misa de este día se lee ya el evangelio de su Pasión y Muerte.
Jerusalén es mucho más que una ciudad. Es un lugar teológico. Es una referencia existencial para millones de creyentes. Allí nace la fe cristiana, y hacia allí se orienta la esperanza de quienes esperamos la «Jerusalén celestial» y ser contados entre sus ciudadanos, cuando venga de nuevo el Señor en su gloria.
La conmemoración de la entrada de Jesús en Jerusalén es el pórtico de la Semana Santa. Así empiezan los días más significativos del año para los creyentes. Una entrada que evoca la firme resolución de Jesús de entrar, más que en una ciudad, en cada corazón, sin importarle si recibirá hosannas y alabanzas o, por el contrario, indiferencias y hostilidades.
Porque habrá muchos que ni siquiera se percaten de que es «santa» esta semana, como tantos en Jerusalén en tiempos de Jesús: trabajarán como siempre; descansarán como siempre; se estresarán como siempre, se divertirán como siempre. Quizá no pocos se tomen algunos días de vacación en una playa, donde los primeros días de primavera ya prometen sol y cielos despejados; o visiten alguna gran ciudad que, al contrario de Jerusalén, tiene en esta semana días de serena calma.
Otros vivirán esta semana entre fluctuaciones, titubeos, cambios repentinos de actitud, como también sucedió a los habitantes de Jerusalén. El domingo de ramos estaban del lado de Jesús, y el viernes santo pedían a gritos a Pilato: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» (Lc 23, 21). Así es nuestro corazón: un día aclama a Cristo y otro día pide su muerte. Así, cada corazón reproduce a su modo el drama de la Semana Santa. Porque cada corazón es traicionero, inestable, indeciso, y Jesús lo sabe. Aún así, Él toma la resolución de entrar; de correr riesgos; de exponerse al olvido, al maltrato, al rechazo en unos pocos días. Porque no le interesa su suerte; le interesa la nuestra. Y sabe que nuestro corazón fluctuante, quizá un día, al repasar esas huellas teñidas de sangre, reconozca como el centurión del Evangelio: «En verdad éste era el hijo de Dios», y pasó por mis veredas (cf. Mt 27, 54).
Habrá quienes también –quizá los menos– vivan esta semana como los pocos discípulos que siguieron a Jesús hasta la cruz. Cada uno a su modo y según su muy personal afecto al Señor, compartió con él estos días de ignominia, de befa, de tristeza, de lágrimas y sangre, de perdones y de muerte. Fueron esos discípulos los que, concluido el drama del Calvario, volvieron a sus casas batiéndose el pecho, no con gesto farisaico sino con sincero arrepentimiento, reconociéndose no sólo espectadores sino también, por sus propios pecados, responsables de ese infeliz desenlace.
Cada uno decida en su corazón cómo quiere vivir esta semana. Pero sepa que la alegría de la Pascua es una experiencia espiritual reservada para quienes dejaron entrar a Jesús en su corazón y vivieron con Él, desde ahí, cada uno de los dramas de la Semana Santa. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.
Jesús entró en Jerusalén. Fue una decisión valiente, pues bien sabía lo que le esperaba ahí. Él mismo se había referido a Jerusalén como la ciudad que «mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados» (Lc 13, 34). Por eso, aunque la liturgia celebra la «entrada triunfal» de Jesús en Jerusalén, no lo hace de manera ingenua. En la Misa de este día se lee ya el evangelio de su Pasión y Muerte.
Jerusalén es mucho más que una ciudad. Es un lugar teológico. Es una referencia existencial para millones de creyentes. Allí nace la fe cristiana, y hacia allí se orienta la esperanza de quienes esperamos la «Jerusalén celestial» y ser contados entre sus ciudadanos, cuando venga de nuevo el Señor en su gloria.
La conmemoración de la entrada de Jesús en Jerusalén es el pórtico de la Semana Santa. Así empiezan los días más significativos del año para los creyentes. Una entrada que evoca la firme resolución de Jesús de entrar, más que en una ciudad, en cada corazón, sin importarle si recibirá hosannas y alabanzas o, por el contrario, indiferencias y hostilidades.
Porque habrá muchos que ni siquiera se percaten de que es «santa» esta semana, como tantos en Jerusalén en tiempos de Jesús: trabajarán como siempre; descansarán como siempre; se estresarán como siempre, se divertirán como siempre. Quizá no pocos se tomen algunos días de vacación en una playa, donde los primeros días de primavera ya prometen sol y cielos despejados; o visiten alguna gran ciudad que, al contrario de Jerusalén, tiene en esta semana días de serena calma.
Otros vivirán esta semana entre fluctuaciones, titubeos, cambios repentinos de actitud, como también sucedió a los habitantes de Jerusalén. El domingo de ramos estaban del lado de Jesús, y el viernes santo pedían a gritos a Pilato: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» (Lc 23, 21). Así es nuestro corazón: un día aclama a Cristo y otro día pide su muerte. Así, cada corazón reproduce a su modo el drama de la Semana Santa. Porque cada corazón es traicionero, inestable, indeciso, y Jesús lo sabe. Aún así, Él toma la resolución de entrar; de correr riesgos; de exponerse al olvido, al maltrato, al rechazo en unos pocos días. Porque no le interesa su suerte; le interesa la nuestra. Y sabe que nuestro corazón fluctuante, quizá un día, al repasar esas huellas teñidas de sangre, reconozca como el centurión del Evangelio: «En verdad éste era el hijo de Dios», y pasó por mis veredas (cf. Mt 27, 54).
Habrá quienes también –quizá los menos– vivan esta semana como los pocos discípulos que siguieron a Jesús hasta la cruz. Cada uno a su modo y según su muy personal afecto al Señor, compartió con él estos días de ignominia, de befa, de tristeza, de lágrimas y sangre, de perdones y de muerte. Fueron esos discípulos los que, concluido el drama del Calvario, volvieron a sus casas batiéndose el pecho, no con gesto farisaico sino con sincero arrepentimiento, reconociéndose no sólo espectadores sino también, por sus propios pecados, responsables de ese infeliz desenlace.
Cada uno decida en su corazón cómo quiere vivir esta semana. Pero sepa que la alegría de la Pascua es una experiencia espiritual reservada para quienes dejaron entrar a Jesús en su corazón y vivieron con Él, desde ahí, cada uno de los dramas de la Semana Santa. aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.