
TAMPOCO YO TE CONDENO
Todos somos pecadores (cf. Rm 3, 9). A pesar de ello, o quizá precisamente por ello, solemos juzgar y condenar con suma facilidad a los demás.
San Juan relata un hecho dramático. Escribas y fariseos traen a una mujer sorprendida en adulterio y la ponen ante Jesús. El libro del Levítico mandaba castigar este pecado con la muerte por lapidación (cf. Lv, 20, 10). Quizá esos mismos escribas y fariseos fueron los destinatarios de la parábola del hijo pródigo, tras criticar a Jesús por acoger a publicanos y pecadores. Ahora lo ponían a prueba. Ante un delito tipificado y sentenciado en la Escritura, ¿qué otra parábola misericordiosa podría inventar el Maestro sin violar la ley de Moisés?
Aunque ellos no lo entendieron así, Jesús no tardó en responder: se inclinó en silencio. Este inclinarse de Jesús era toda una revelación. Ponía en evidencia la debilidad de Dios ante la debilidad del hombre. «Él sabe –dice el salmo 103– de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo». Ante su criatura, herida por el pecado, el Creador se pone de rodillas, porque la ama; y porque la ama la comprende; y porque la comprende, la perdona. Jesús no dice una palabra. Sólo comprende y perdona. Y así nos recuerda que, sin una razón objetiva y proporcionada, nadie debe divulgar los defectos y fallos de los demás (cf. Catecismo de la Iglesia Católica n. 2477).
Dice el evangelio que Jesús «escribía en tierra». ¿Qué escribía? No lo sabemos. Algunos piensan que escribía los pecados de los acusadores, para ayudarles a entrar en razón. Con todo, si uno abre la Biblia más atrás, encuentra pistas muy iluminadoras. La tierra simboliza el hombre en sus orígenes (cf. Gn 2, 7). El dedo de Jesús evoca el poder creador de Dios –basta recordar el fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina–. Si Jesús escribe con su dedo en la tierra, ¿no querrá decir que está «recreando» al ser humano; que le está infundiendo, como predijeron los profetas, un espíritu nuevo, un corazón nuevo; que está escribiendo una nueva ley, de amor, de misericordia y de perdón, en su corazón? Escribe Ezequiel: «Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36, 26). Y el profeta Jeremías: «Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer 31, 33).
Pero los fariseos seguían esperando una respuesta. Jesús entonces «se incorporó». Es decir, se erigió ahora sí como juez supremo, con toda su potestad. La Biblia, esta vez más adelante, ofrece otra pista iluminadora para comprender la magnitud del gesto y de las palabras de Jesús: «Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo: “Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios”» (Apoc. 12, 10). Los acusadores, quizá sin pretenderlo, estaban dando voz al Maligno y actuando según su espíritu. Jesús, para disuadirlos, no hizo más que hacerles entender que también ellos eran pecadores, y que también ellos necesitaban la misericordia divina.
La mujer no se había atrevido siquiera a levantar la mirada para ver quién era su abogado en aquel amargo trance. Cuando lo hizo, descubrió el inimaginablemente compasivo rostro de Jesús, ante cuyos ojos no podía ni quería esconder ya ningún secreto. Sintió cómo toda su vida –y no sólo la vicisitud de esa mañana– se desplegaba, sanada y enmendada, ante Aquel que no vino a juzgar sino a salvar (cf. Jn 3, 17). Entonces escuchó las palabras más consoladoras que un ser humano, herido por sus propias faltas, puede escuchar de Dios, y las más coherentes que un ser humano, herido por las faltas ajenas, puede decir a los demás: «Tampoco yo te condeno». aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.
Todos somos pecadores (cf. Rm 3, 9). A pesar de ello, o quizá precisamente por ello, solemos juzgar y condenar con suma facilidad a los demás.
San Juan relata un hecho dramático. Escribas y fariseos traen a una mujer sorprendida en adulterio y la ponen ante Jesús. El libro del Levítico mandaba castigar este pecado con la muerte por lapidación (cf. Lv, 20, 10). Quizá esos mismos escribas y fariseos fueron los destinatarios de la parábola del hijo pródigo, tras criticar a Jesús por acoger a publicanos y pecadores. Ahora lo ponían a prueba. Ante un delito tipificado y sentenciado en la Escritura, ¿qué otra parábola misericordiosa podría inventar el Maestro sin violar la ley de Moisés?
Aunque ellos no lo entendieron así, Jesús no tardó en responder: se inclinó en silencio. Este inclinarse de Jesús era toda una revelación. Ponía en evidencia la debilidad de Dios ante la debilidad del hombre. «Él sabe –dice el salmo 103– de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo». Ante su criatura, herida por el pecado, el Creador se pone de rodillas, porque la ama; y porque la ama la comprende; y porque la comprende, la perdona. Jesús no dice una palabra. Sólo comprende y perdona. Y así nos recuerda que, sin una razón objetiva y proporcionada, nadie debe divulgar los defectos y fallos de los demás (cf. Catecismo de la Iglesia Católica n. 2477).
Dice el evangelio que Jesús «escribía en tierra». ¿Qué escribía? No lo sabemos. Algunos piensan que escribía los pecados de los acusadores, para ayudarles a entrar en razón. Con todo, si uno abre la Biblia más atrás, encuentra pistas muy iluminadoras. La tierra simboliza el hombre en sus orígenes (cf. Gn 2, 7). El dedo de Jesús evoca el poder creador de Dios –basta recordar el fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina–. Si Jesús escribe con su dedo en la tierra, ¿no querrá decir que está «recreando» al ser humano; que le está infundiendo, como predijeron los profetas, un espíritu nuevo, un corazón nuevo; que está escribiendo una nueva ley, de amor, de misericordia y de perdón, en su corazón? Escribe Ezequiel: «Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36, 26). Y el profeta Jeremías: «Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer 31, 33).
Pero los fariseos seguían esperando una respuesta. Jesús entonces «se incorporó». Es decir, se erigió ahora sí como juez supremo, con toda su potestad. La Biblia, esta vez más adelante, ofrece otra pista iluminadora para comprender la magnitud del gesto y de las palabras de Jesús: «Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo: “Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios”» (Apoc. 12, 10). Los acusadores, quizá sin pretenderlo, estaban dando voz al Maligno y actuando según su espíritu. Jesús, para disuadirlos, no hizo más que hacerles entender que también ellos eran pecadores, y que también ellos necesitaban la misericordia divina.
La mujer no se había atrevido siquiera a levantar la mirada para ver quién era su abogado en aquel amargo trance. Cuando lo hizo, descubrió el inimaginablemente compasivo rostro de Jesús, ante cuyos ojos no podía ni quería esconder ya ningún secreto. Sintió cómo toda su vida –y no sólo la vicisitud de esa mañana– se desplegaba, sanada y enmendada, ante Aquel que no vino a juzgar sino a salvar (cf. Jn 3, 17). Entonces escuchó las palabras más consoladoras que un ser humano, herido por sus propias faltas, puede escuchar de Dios, y las más coherentes que un ser humano, herido por las faltas ajenas, puede decir a los demás: «Tampoco yo te condeno». aortega@legionaries.org; www.aortega.org. Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor de los libros Vicios y virtudes y Guerra en la alcoba. Actualmente ejerce su ministerio sacerdotal en Roma.