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UNA GRAN LUZ LES BRILLÓ

12/26/2013

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7 Lecciones de fe desde el Misterio de la Navidad

P. Alejandro Ortega Trillo, L.C.

El pueblo que caminaba en tinieblas

«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; a los que habitaban en sombras de muerte, una luz les brilló» (Mt 4, 16). Esta cita pertenece, en realidad, a Isaías, ocho siglos antes de Cristo. El pueblo de Israel había abandonado a Dios y vivía en la idolatría. Por eso, Dios lo dejó a su suerte y quedó expuesto a la invasión y al destierro. El rey Nabucodonosor invadió Jerusalén, lo saqueó, y llevó cautivos a sus habitantes a Babilonia (cf. 2 Re 24, 10 – 16). Isaías prevé, sin embargo, una gran luz que brillará sobre ellos. Y Mateo, el evangelista, retomando el pasaje siglos más tarde, no tiene dudas: Jesús es esa gran luz que brilló sobre el mundo.

          El mundo de hoy –sin negar sus grandes progresos y luces en muchos campos– también camina a través de tinieblas y sombras de muerte. Muchos hombres y mujeres viven bajo la amenaza de nuevas invasiones, destierros y cautiverios. Quizá no destierros geográficos ni cautiverios físicos –aunque también se dan–, pero sí del alma, de la mente y del corazón. Muchos viven invadidos por la incertidumbre y el desasosiego; o desterrados en la injusticia, la difamación y la calumnia; o viven cautivos de la incredulidad y el escepticismo, del vicio y el desenfreno, de la soledad y el abandono, del maltrato y el bullying; y la lista seguiría larga.

Caminar en tinieblas y habitar en sombras de muerte es, en definitiva, vivir la experiencia del pecado; ser cautivos del mal e ir al destierro de sus consecuencias, lejos del lugar al que pertenecemos. El pecado es oscuridad y fuimos hechos para la luz; el pecado es aislamiento y fuimos hechos para la comunión con los demás; el pecado es el reino del Maligno y fuimos hechos para el Reino de Dios. Por eso, al pecar nadie puede sentirse en casa; en el pecado todos somos extranjeros.

Os ha nacido un Salvador

          Al hombre de hoy, desterrado y cautivo, Dios no lo abandona. En medio de esta nueva noche de la humanidad, una gran estrella brilla en el firmamento, y un coro de ángeles se aparece en el cielo para anunciarnos: «Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2, 11). 

Cristo viene a liberarnos de todo cautiverio y a hacernos volver de todo destierro a la Casa del Padre. Viene a realizar en nosotros lo mismo que anunció a los habitantes de Nazareth: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos» (Lc 4, 18). Cristo viene a ejercer sobre nosotros la misericordia del Padre, como profetizó Zacarías, padre de Juan el Bautista: «Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1, 78–79).

Estas reflexiones quieren ser una invitación a abrir los ojos del alma para recibir y acoger una vez más la luz de Cristo. La Navidad es una fiesta de luz. Ahí donde se celebra, hay esferas, velas y luces de colores. Quiera Dios que esa luminosidad exterior sea el reflejo de la luminosidad interior que brota de la presencia de Jesús en nuestro corazón. Porque el antes y el después de Cristo no es sólo el parte-aguas de la historia sino también el de cada corazón, cuando se abre a la luz de Cristo y acoge el don de la fe.

La Navidad: una escuela de fe

La fe es un don de Dios. Pero es también una respuesta libre del hombre; una apertura del corazón a la luz de Dios. La Navidad es, en este sentido, una escuela de fe. El nacimiento de Jesús en Belén es el misterio de los misterios, pero al mismo tiempo es la realidad más luminosa de la historia: la que permite comprender quiénes somos, qué origen y destino tenemos, cuál es el sentido de nuestra vida diaria, por qué existimos. La Navidad nos ayuda a comprender mejor qué es la fe y, sobre todo, qué le aporta a nuestra vida hoy.

 

Lección 1: la fe es luz

La noche de Navidad dividió la historia. Una nueva Luz brilló sobre el mundo para iluminar el corazón de todos los hombres. El ser humano fue creado para vivir en la luz. Pero ha preferido muchas veces las tinieblas y su ojo interior se ha acostumbrado a vivir en ellas, al grado que la luz puede resultarle molesta. Los niños nos recuerdan nuestra predisposición natural, congénita, a vivir en la luz. Ellos no suelen tolerar la oscuridad. Huyen de ella como por un reflejo innato de su corazón. En la luz encuentran seguridad, confianza, alegría.

En el fondo, el corazón adulto tampoco termina de adaptarse a la oscuridad. Obviamente la prefiere cuando no obra el bien, cuando necesita el cobijo de la oscuridad para hacer el mal. Lo dice san Juan: «vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas» (Jn 3, 19). Sin embargo, en lo más profundo, el hombre conserva siempre una nostalgia de la Luz. Y es que, como afirma el Catecismo, «el deseo de Dios –y, por tanto, de la Luz– está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar» (n. 27).

La Navidad nos coloca frente a Aquel que es la Luz. «Yo soy la luz del mundo –dijo Jesús–; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). La fe cristiana consiste en dejarse iluminar por Jesús. Por eso se habla de la luz de la fe. Una luz tanto más indispensable cuanto más se oscurece nuestra vida. «Es urgente –dice el Papa Francisco– recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo» (Lumen fidei, 4). Porque la fe no sólo nos ayuda a comprender quién es Dios sino también quiénes somos nosotros. La fe arroja sobre nuestra vida la luz necesaria para captar su sentido profundo, su valor y bondad aun en medio de los desafíos y las dificultades de cada día.

Lección 2: La fe es fortaleza

          La fortaleza no está en los músculos sino en el corazón; está en la certeza de una Presencia que nos acompaña y sostiene en la vida. Al nacer, Jesús inauguró una nueva etapa de la humanidad señalada por la realidad inédita, inimaginable, pero visible y palpable del Dios-con-nosotros. Con Jesús se inaugura la Presencia encarnada de Dios en el mundo.

Quien se siente solo, siempre será débil. La fortaleza nace generalmente del sentirse acompañado. Ante el peligro, la enfermedad o cualquier infortunio en la vida, ¡cómo nos sentimos apoyados, sostenidos, fuertes, cuando alguien más está a nuestro lado! Pues bien, desde que Jesús nació en Belén, ya nadie jamás está solo. La fe nos desvela la Presencia de Jesús, su íntima cercanía; tan íntima que está dentro de nosotros mismos. En la primera Navidad, Jesús tomó cuerpo en una pequeña gruta en Belén. En cada Navidad, Jesús toma cuerpo de nuevo en cada corazón humano dispuesto a recibirlo. Esa disposición, esa apertura interior se llama fe.

Jesús se revistió de debilidad humana; pero siguió siendo Dios verdadero; y como tal ejerció a nuestro favor toda su fuerza divina. Lo demostró muchas veces multiplicando panes, curando enfermos, resucitando muertos, arrojando demonios, calmando tormentas. Él es el brazo poderoso de Dios que se tiende hasta nosotros para asirnos y sostenernos con sobradísima fuerza cuando sentimos que nuestra vida se hunde, como le pasó a Pedro por su poca fe después de caminar milagrosamente sobre las aguas. Y ¿qué o quién se opondrá a la fuerza de su brazo cuando nos sostiene? (cf. Sb 11, 21).

          La biografía de la humanidad y la de cada uno de nosotros es una crónica de luces y sombras, de éxitos y fracasos, de fortaleza y debilidad. Una de las paradojas más grandes de nuestra vida es el poder de la debilidad. La debilidad nos gana tantas veces. Y caemos, retrocedemos, reincidimos en las mismas faltas. Nuestra debilidad es tan robusta que los mejores propósitos se estrellan muchas veces contra ella sin hacerle un rasguño. Y así continuaría ocurriendo si no fuera porque una Fuerza más grande ha nacido en el mundo. Una Fuerza que no elimina nuestra debilidad sino que se sirve de ella para robustecernos. San Pablo lo entendió muy bien cuando escuchó esa voz interior que le dijo: «Mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza». Y él concluyó: «con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas… pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12, 9–10).

Lección 3: La fe es esperanza

          La fe y la esperanza se entrelazan. O, por decirlo de otro modo, son dos caras de una misma realidad. La esperanza es la fe proyectada hacia el futuro. Es la fe hecha deseo y confianza. El profeta Ageo profetizó que vendría «el Deseado de todos los pueblos» (Ag. 2, 7). También hoy, Jesús es el gran Deseado de todos los hombres; sólo que lo deseamos sin saberlo. Cada vez que esperamos algo de luz, de paz, de serenidad, de felicidad, en el fondo lo esperamos a Él. La fe se encarna en la esperanza. La fe es una tensión del espíritu en espera del cumplimiento de las grandes promesas de Dios.

La promesa del Mesías se cumplió después de cuatrocientos años de silencio de Dios, desde el profeta Malaquías hasta el nacimiento de Jesús. Es una gran lección de esperanza: Dios guarda silencio antes de cumplir sus promesas. Eso sí, cuando habla, habla muy en serio. Jesús es la Palabra definitiva de Dios. En Ella –como dice san Juan de la Cruz– Dios nos lo ha dicho todo. En Jesús, Dios nos revela plenamente quién es Él y quiénes somos nosotros. En Jesús, Dios nos revela su esencia, su identidad más profunda, que es Amor misericordioso; y nos revela también la nuestra, que es la de hijos suyos; miserables, pero amadísimos.

          Nuestra vida está tejida de promesas. Hacemos y nos hacen muchas promesas. Prometemos un pago, una presencia, un recuerdo, incluso un amor. He sido testigo privilegiado en muchas ocasiones de ese momento solemne en el que los novios, frente al altar, se prometen amor, fidelidad y respeto hasta la muerte. Prometer significa enviar algo hacia adelante, hacia el futuro. En este sentido, la promesa nunca es una realidad dada, sino sólo anunciada, como algo que sucederá sobre la base de una garantía fiable.

Sabemos, sin embargo, que el ser humano nunca es fiable al cien por ciento. Lo dice la Biblia con palabras fuertes: «Maldito el hombre que se fía del hombre» (Jer  17, 5). Las promesas humanas necesitan un respaldo. Y ese respaldo no puede ser otro que Cristo. Jesús es el cumplimiento de la mayor promesa de amor que jamás haya existido. Él es la Promesa Cumplida por excelencia. Cuando Jesús nace en Belén, Dios cumple todas las promesas que le había hecho al hombre a lo largo de los siglos. Dios no defraudó la esperanza de la humanidad. Apoyados en Cristo, podemos también nosotros cumplir nuestras promesas; podemos cubrir las expectativas y esperanzas de las personas que amamos. Porque en Cristo encuentra apoyo y fundamento seguro toda promesa de amor.

 

Lección 4: La fe es amor

José no sabía lo que pasaba con María. Era obvio que estaba embarazada. Pero ellos no habían vivido juntos. Y el sospechar que le había sido infiel, sabiendo cómo era, le resultaba no sólo impensable sino también infinitamente torturante. Pero la realidad saltaba a la vista cada día más. Y mientras más crecía el vientre de María, más se le despedazaba el corazón a José. No sabiendo cómo salir de aquel drama, pensó en la única escapatoria que le permitía la ley sin dañar a María: abandonarla sin decir una palabra. Pero Dios no actúa a medias. Un Ángel se apareció a José en sueños y le hizo ver que aquello no era obra humana, sino del Espíritu Santo.

La historia cristiana comienza con estos relatos, que alguno pudiera considerar fantásticos. Lo que pasa es que el amor de Dios –como todo verdadero amor– está sobrado de imaginación, incluso de fantasía. Sólo que la fantasía de Dios desemboca en hechos reales, concretos, históricos, más ciertos que la ciencia más rigurosa. Aunque sólo en la fe podemos acoger y comprender un amor que se expresa de manera tan inverosímil.

La Navidad es un gran portal de la fe. Todos los elementos que giran en torno al nacimiento de Jesús nos enseñan que la fe no es una teoría sino un encuentro personal con ese Dios vivo, de carne y hueso, que yace en un pesebre envuelto en pañales. La fe no es tanto un acto de la inteligencia cuanto del corazón, que se deja tocar, impresionar, impactar por el amor de un Dios que se hace presente en el mundo de esa manera tan humilde y, por lo mismo, tan franca. «La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro» (Lumen fidei, 4).

Lección 5: La fe es sentido

          En su libro El hombre en busca de sentido, el psiquiatra austriaco Víktor Frankl señala la necesidad que tiene el hombre de darle significado a todo lo que vive, y especialmente a las experiencias límite. A muchos, desgraciadamente, el drama del mal, de la guerra, de la existencia vacía, les ha llevado a pensar que vivir es un absurdo, que la fe es una droga alucinógena y que la esperanza termina siendo una locura. Frankl relata su experiencia como recluso en un campo de concentración nazi durante la segunda guerra mundial. Su constatación más sorprendente fue que no sobrevivieron los más fuertes, ni los más inteligentes, ni los más sagaces, sino los que tuvieron un para qué vivir cada día. A él, en particular, le motivaba profundamente la esperanza de reencontrar a su añorada esposa.

          Ya es quizá un cliché decir a los que sufren: «No te preguntes porqué te pasó esto, sino para qué». El consejo, sin embargo, siempre es válido. El misterio de la Navidad nos enseña que la fe es una condición básica para comprender el sentido profundo de todo lo que vivimos. La fe tiene el poder de iluminar todos los sectores de nuestra existencia. Es una idea que el Papa Francisco subrayó especialmente en su encíclica sobre la fe: «La característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre» (Lumen fidei, 4). La fe no es sólo una creencia religiosa; es también una visión de la vida. Una manera de verlo todo desde la certeza de que Dios actúa en todo y desde todo lo que nos pasa.

Los italianos tienen una frase que siempre me ha inspirado: “Tutto fa brodo”; es decir, “todo hace caldo”. Pongas lo que pongas en una olla con agua, si la pones a hervir, sale un caldo.  Así también en nuestra vida: todo sirve para algo, si le ponemos un amor suficiente que haga hervir eso que estamos viviendo. En la cueva de Belén faltaba todo: faltaba luz, faltaba higiene, faltaba calor, faltaba ciencia, faltaban especialistas, y un largo etcétera. Lo único que no faltaba era amor. Y habiendo amor, había todo lo necesario para que el plan de Dios llegara a su punto.

Lección 6: La fe es valor

La palabra valor tiene muchas acepciones. Yo aquí señalo sólo tres: el valor como convicción profunda; el valor como valía o calidad; y el valor como valentía.

Jesús, al nacer en Belén, arrojó una luz nueva sobre todos los valores humanos.  O, por mejor decir, les dio su más alta y densa cotización. Jesús es el prototipo del hombre nuevo, de la humanidad nueva. San Pablo lo llamó el primogénito de la nueva creación. Con Jesús se inaugura verdaderamente una nueva era de la humanidad. La era de la humanidad que voltea de nuevo hacia Dios, que escucha su Palabra, que sigue su Camino. En el mundo antiguo, antes de Cristo, ciertos comportamientos que hoy son para nosotros virtuosos eran vistos como propios de gente fracasada, inepta, cobarde. Cuando Jesús vino al mundo y encarnó todas las virtudes humanas, las elevó al rango de virtudes cristianas. La pobreza de corazón, la sencillez, la prodigalidad, el sacrificio, la humildad, pasaron a ser los grandes valores de la nueva religión cristiana.

La venida de Jesús al mundo fue aún más iluminadora sobre el valor de cada persona. El misterio de la Encarnación del Hijo de Dios nos ayuda a comprender que todo ser humano es hijo de Dios, y es amado infinitamente por Él. Algunos autores han propuesto la hipótesis –no sin fundamento en la infinitud del amor de Dios– de que si hubiera existido y pecado sólo un hombre en el universo, Jesús se hubiera encarnado igualmente para salvarlo. El amor de Dios no se distribuye ni, mucho menos, se diluye entre los seres humanos. Es un amor único, total, infinito. Cuando Jesús nace en Belén nos queda mucho más claro que todo ser humano, independientemente de su condición, “vale” un Dios encarnado. 

El nacimiento de Jesús, finalmente, nos da valentía a todos. Ante todo frente a Dios mismo. La encarnación del Hijo de Dios, sujeta a todas las leyes del crecimiento humano, nos dio la inesperada oportunidad de encontrarlo bajo la forma de un niño. Nadie –fuera de Herodes– se sintió amenazado por ese Niño. Frente a Él, hasta el hombre más débil y temeroso podía sentirse fuerte y valiente. Y con Él y desde Él, también valiente frente a los demás y frente a la propia vida y sus retos. Porque desde su pesebre, Jesús nos anuncia a todos por anticipado: «Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

Lección 7: La fe es alegría

          Esta última lección no requeriría más explicación. Es la síntesis y la lógica conclusión de todo lo dicho: la fe es alegría porque es luz y fortaleza, es esperanza y amor, es sentido y valor. Quien experimenta todo esto, ¿cómo no sentirá alegría?

          La religión cristiana es la religión de la alegría. Toda ella es una fiesta. Por eso los sacramentos no se realizan, se celebran. La alegría cristiana empezó en germen desde el anuncio que Dios hizo de un futuro salvador a Adán y Eva después del pecado original. Éstas fueron sus palabras, dirigiéndose a la serpiente: «Pondré enemistad entre ti y la Mujer, entre tu linaje y el suyo; él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar» (Gn 3, 15). A este texto, los teólogos lo llaman proto-evangelio; es decir, “primer evangelio”, primera Buena Noticia. En Jesús recién nacido, este anuncio se hace realidad. Y por eso exulta el cielo entero. En la noche de Navidad, coros de ángeles alzan su canto feliz: «¡Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres en quienes Él se complace!» (Lc 2, 14). Desde entonces, la noche de Navidad es –debería serlo– siempre una noche de alegría.

Muchos, sobre todo en países que perdieron sus raíces cristianas, para explicar su credo y religión se autodefinen buscadores. Hermosa palabra. Ojalá lo sean. En cualquier caso, más que buscadores, ellos son buscados por un Amor que no cejará hasta encontrarlos. Dios busca a todos: a los santos, a los no tan santos, a los esporádicos, a los indiferentes, a los renegados y a los ateos. Fue el caso del escritor francés André Frossard, autor del libro Dios existe, yo me lo encontré. De padre comunista, vivió en el único pueblo de Francia que no tenía iglesia. Fue educado en el más puro ateísmo. Creció sin la menor curiosidad por la religión. Así narró su conversión: «Habiendo entrado a las cinco y diez de la tarde en la capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra… arrollado por la ola de una alegría inagotable».

          En Cristo, Dios viene al encuentro del hombre perdido. Y como dirá Él mismo en su predicación, Dios hace fiesta cada vez que un hombre se deja encontrar por Él. Es cierto que la fe no es una varita mágica para la felicidad. De hecho, la fe no cambia las realidades dolorosas de nuestra vida. Aun así, la fe es fuente de alegría porque nos da luz, fortaleza, esperanza, amor, sentido y valor para afrontarlas. O, por decirlo de nuevo con el Papa Francisco: «La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar… Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz» (Lumen fidei, 57).

Conclusión

Nuestra generación tiene una responsabilidad especial en el campo de la fe. Somos la generación con el privilegio histórico de transitar del segundo al tercer milenio cristiano; la que lo inaugura y, en cierto modo, le imprime su sello peculiar. Dios nos conceda dejar como impronta para las generaciones de hombres y mujeres que vendrán a lo largo de este nuevo milenio, un inicio luminoso de fe, una rica herencia espiritual de sólida fe cristiana.

La celebración de la Navidad es una buena ocasión para recordar esta alta tarea histórica. El tercer milenio apenas comienza. Estamos aún en sus primeros años. Démosle una orientación cristiana llena de luz y fortaleza, de esperanza y amor, de sentido, valor y alegría, porque eso es lo que hemos heredado de tantos cristianos que nos han precedido en la historia: una herencia de fe, esperanza y amor que nos toca acoger, vivir y trasmitir a las futuras generaciones.

A María Santísima, Lucero del alba cristiana, como la Iglesia la llama, encomendamos de manera especial esta singular tarea.

¡Muy feliz Navidad!

1 Comment
Lili Silva
1/5/2014 05:42:40 am

Qué gran alegría Padre Alejandro poder desearle un Año Nuevo lleno de bendiciones y cariño !! Siempre lo recuerdo con gratitud

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