
VER DE VERAS
P. Alejandro Ortega Trillo, L.C.
Un cosmonauta ruso se asomó por primera vez al espacio y no vio a Dios. Había oído lo de “estás en el cielo”, y él, explorador del espacio sideral, pudo comprobar que ahí no estaba Dios. Un ranchero escuchó la entrevista y comentó: “se hubiera quitado el casco y lo habría visto”. La sabiduría rural tiene a veces más perspicacia y sensatez que la científica.
La filosofía griega había intuido ya la existencia de realidades invisibles. Más todavía, según Platón, lo invisible tiene más consistencia que lo sensible, según su conocido “mito de la caverna”. Para el cristianismo, estas reflexiones son “preámbulos de la fe”, tentativas racionales que desvelan una estructura humana capaz de lo invisible y que, al mismo tiempo, apunta hacia una fe que tiene por objeto al Realísimo, un Ser infinitamente consistente y verdadero. De hecho, no sólo la fe, también la razón es una facultad abierta y disponible para descubrir realidades que los ojos no alcanzan a ver. De otro modo, nuestra percepción de la realidad se limitaría al estrechísimo rango de la experiencia sensible. Por eso decía el entonces cardenal Joseph Ratzinger: “el que sólo ve lo que sus ojos ven es un pobre ciego”.
Jesús, en cierta ocasión, devolvió la vista a un ciego de nacimiento. Intento imaginar, sin lograrlo, la magnitud de la experiencia de aquel hombre al ver por primera vez la luz, los contornos del paisaje, el contraste del azul del cielo con el verde de las plantas y los amarillos y rojos de las flores; y, sobre todo, al ver un rostro humano, que era nada menos que el del mismísimo Jesús. Para fortuna suya, Jesús no le dio sólo la vista material; le dio también la fe. “Yo soy la luz del mundo –dijo Jesús–, el que me sigue tendrá la luz de la vida”. Y así, aquel hombre vio mucho más que un rostro que le sonreía: vio un a Salvador. Él venía de una ceguera física y social. La ceguera física le impedía ver; la social le impedía ser visto. Y hubiera seguido así, pero Alguien lo vio y le concedió ver la bondad, la verdad y el amor.
La oscuridad es sinónimo de maldad, de intenciones torcidas, de intereses mezquinos. La bondad es luz. Ella ilumina las carencias, descubre necesidades, remedia indigencias. Nada suple un gesto de bondad. En cambio, la bondad suple tantas cosas. La bondad es el brillo que irradia un corazón lustrado a mano todos los días.
La oscuridad es sinónimo de error, de falsedad, de encubrimiento. En cambio, la luz es apertura, transparencia, veracidad. El discípulo de Cristo está llamando a ser “cristiano” y “cristalino”. La verdad evoca la coherencia entre el pensar, el decir y el obrar. Esta coherencia no es sólo un imperativo moral sino también psicológico y emocional. Quien no vive en la verdad vive dividido, fracturado, con un mundo interior oscurecido y sin paz espiritual ni emocional. Para salir de la zozobra anímica hay que volver a la luz de la verdad, que es la de ser hijos de Dios infinitamente amados y, al mismo tiempo, invitados a hacer cada vez más propia esa identidad.
La oscuridad es sinónimo de egoísmo y aislamiento. La luz es amor que ilumina al otro y permite descubrir sus verdaderos rasgos. Si es cierto que hay que “conocer para amar”, también lo es que sólo el amor permite conocer a las personas. El amor alumbra el interior de los demás y permite ver su corazón, que suele ser más bueno de lo que revelan sus actos. Y lo mismo vale, salvando las distancias, para ver a Dios. Como diría el filósofo Ortega y Gasset, “el amor, a quien pintan ciego, es vidente y perspicaz; porque el amante ve cosas que el indiferente no ve, y por eso ama”. Al cosmonauta ruso más que vista le faltó amor.
aortega@legionaries.org Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor del libro Vicios y virtudes. Actualmente colabora en las oficinas generales de la Legión de Cristo y cursa estudios de especialización en Roma.
P. Alejandro Ortega Trillo, L.C.
Un cosmonauta ruso se asomó por primera vez al espacio y no vio a Dios. Había oído lo de “estás en el cielo”, y él, explorador del espacio sideral, pudo comprobar que ahí no estaba Dios. Un ranchero escuchó la entrevista y comentó: “se hubiera quitado el casco y lo habría visto”. La sabiduría rural tiene a veces más perspicacia y sensatez que la científica.
La filosofía griega había intuido ya la existencia de realidades invisibles. Más todavía, según Platón, lo invisible tiene más consistencia que lo sensible, según su conocido “mito de la caverna”. Para el cristianismo, estas reflexiones son “preámbulos de la fe”, tentativas racionales que desvelan una estructura humana capaz de lo invisible y que, al mismo tiempo, apunta hacia una fe que tiene por objeto al Realísimo, un Ser infinitamente consistente y verdadero. De hecho, no sólo la fe, también la razón es una facultad abierta y disponible para descubrir realidades que los ojos no alcanzan a ver. De otro modo, nuestra percepción de la realidad se limitaría al estrechísimo rango de la experiencia sensible. Por eso decía el entonces cardenal Joseph Ratzinger: “el que sólo ve lo que sus ojos ven es un pobre ciego”.
Jesús, en cierta ocasión, devolvió la vista a un ciego de nacimiento. Intento imaginar, sin lograrlo, la magnitud de la experiencia de aquel hombre al ver por primera vez la luz, los contornos del paisaje, el contraste del azul del cielo con el verde de las plantas y los amarillos y rojos de las flores; y, sobre todo, al ver un rostro humano, que era nada menos que el del mismísimo Jesús. Para fortuna suya, Jesús no le dio sólo la vista material; le dio también la fe. “Yo soy la luz del mundo –dijo Jesús–, el que me sigue tendrá la luz de la vida”. Y así, aquel hombre vio mucho más que un rostro que le sonreía: vio un a Salvador. Él venía de una ceguera física y social. La ceguera física le impedía ver; la social le impedía ser visto. Y hubiera seguido así, pero Alguien lo vio y le concedió ver la bondad, la verdad y el amor.
La oscuridad es sinónimo de maldad, de intenciones torcidas, de intereses mezquinos. La bondad es luz. Ella ilumina las carencias, descubre necesidades, remedia indigencias. Nada suple un gesto de bondad. En cambio, la bondad suple tantas cosas. La bondad es el brillo que irradia un corazón lustrado a mano todos los días.
La oscuridad es sinónimo de error, de falsedad, de encubrimiento. En cambio, la luz es apertura, transparencia, veracidad. El discípulo de Cristo está llamando a ser “cristiano” y “cristalino”. La verdad evoca la coherencia entre el pensar, el decir y el obrar. Esta coherencia no es sólo un imperativo moral sino también psicológico y emocional. Quien no vive en la verdad vive dividido, fracturado, con un mundo interior oscurecido y sin paz espiritual ni emocional. Para salir de la zozobra anímica hay que volver a la luz de la verdad, que es la de ser hijos de Dios infinitamente amados y, al mismo tiempo, invitados a hacer cada vez más propia esa identidad.
La oscuridad es sinónimo de egoísmo y aislamiento. La luz es amor que ilumina al otro y permite descubrir sus verdaderos rasgos. Si es cierto que hay que “conocer para amar”, también lo es que sólo el amor permite conocer a las personas. El amor alumbra el interior de los demás y permite ver su corazón, que suele ser más bueno de lo que revelan sus actos. Y lo mismo vale, salvando las distancias, para ver a Dios. Como diría el filósofo Ortega y Gasset, “el amor, a quien pintan ciego, es vidente y perspicaz; porque el amante ve cosas que el indiferente no ve, y por eso ama”. Al cosmonauta ruso más que vista le faltó amor.
aortega@legionaries.org Alejandro Ortega Trillo es sacerdote legionario de Cristo, licenciado en filosofía, maestría en humanidades clásicas, conferencista y escritor. Es autor del libro Vicios y virtudes. Actualmente colabora en las oficinas generales de la Legión de Cristo y cursa estudios de especialización en Roma.